Una colección de instantes

agosto2024 (Página 2 de 4)

Sudor

El rey Sol, tan absoluto, comienza su hegemonía sobre la paz del verano. El cielo sometido aparece de un azul tan claro como seco, impotente y desarmado contra el látigo inmisericorde de sus propios rayos.

Todas las criaturas se esconden y buscan la sombra, el amparo de los árboles, la frescura de la esquina en la que convergen las pocas brisas que aún sobreviven al calendario.

El mundo se vuelve amarillo y resopla con la boca abierta para ahuyentar este calor de infierno que no puede detener ninguna puerta. Y se sueña con el mar cuando sólo se llega a bañera, o con un glaciar cuando las cosas no dan para más que sujetar en la mano un refresco de la heladera.

Entonces llegan las horas quedas, el entreacto del mediodía, cuando se para la vida y apetece una siesta. Nos subimos a hurtadillas al tornado del ventilador para que sea ahora tu calor el origen del sudor que me escurre por las costillas.

Para entrar en tu propio cielo ardiente, quedarme encendido y mojado, surtido y derramado, libremente encerrado entre tus dos sonrisas diferentes y perpendiculares.

Y aunque odio los veranos circulares y el calor de este sol, me gusta cuando pasa quemando nubes, mientras pasa la vida, mientras pasamos al amor, pidiendo que te queme yo, deseando que tú me sudes.

(Cremant núvols, de Serrat, de su álbum Mó, 2007)

Sueño con el mar

A veces sueño con el mar, con su ruido inacabable, con su brisa que lleva la sal escondida y el sol estallando.

Sueño con el mar tranquilo de olas suaves, que van meciendo el tiempo en un vaivén incontrolado. Sueño con el trozo azul de cielo que veo aquí, tumbado, flotando, cuando sólo escucho un bramido ensordecedor en los oídos que tengo sumergidos.

Sueño con el mar cuando se me cruzan todos los caminos, cuando se me mojan los pies sin que el agua me ayude a aclarar el destino y no encuentro la necesidad de ir a ningún sitio, sin querer otra cosa que seguir aquí tumbado.

Entonces, el círculo de cielo que tengo por horizonte, se llena con tu sonrisa que espanta las nubes y de tu pelo mojado llueven gotas de alegría que me desencogen los hombros.

Yo sólo quiero seguir soñando con el mar y no tener que despertar a la vida cuando nos pasen de largo estos diez días y todo vuelva a ser igual.

Regreso

Regresar es una ley para los viajeros. Extender las alas por el mundo, ver con los propios ojos lo que sólo pudo imaginarse, pisar de prisa el mismo suelo que atravesaron los siglos tan despacio. Y regresar.

Llenar el espíritu con una gota de aventura y avanzar hacia el asombro y la lejanía de mundos diferentes, que también están en este. Conocer otros paisajes es necesario para aprender a reconocer los cotidianos y darles su valor preciso cuando se regrese.

Poner en duda lo indudable de las rutinas y convencerse de que la vida es una, y que no depende del escenario. Sentirse extraño siendo uno mismo cuando no se ven más rostros familiares que los que devuelve el espejo del inhóspito cuarto de un hotel al que, quién podía imaginarlo siquiera, uno vuelve por las noches confundiéndolo con un hogar.

Y después regresar. Regresar para no contar a los amigos más que lo imprescindible y descubrir, de nuevo, que no hacía falta irse para saber que son lo único que echaríamos de menos. Para caer en la cuenta, una vez más, que nos ha sobrado todo lo que no cupo en la maleta; para ser conscientes de que todo lo importante, corazón y pensamiento, siempre, siempre, hay que llevarlo puesto.

Querer regresar es la primera ley de los viajeros. Y si yo la incumpliera me tendría que responder, en el juicio inapelable del espejo, de qué demonios estoy huyendo… o de quién.

El caso es que he vuelto, con mis ojos de arena perdidos en un sueño mágico. Pero en él encuentro que, del mar, ya sólo me queda, tal vez, un silencioso estado de ánimo.

El mar es más que un paisaje

El mar es más que un paisaje, más que un color. Lo envuelve todo mojando los pensamientos en su ruido. Y se mojan todos los sonidos en el vendaval que se desprende, como el eco de un latido que confunde tu alma con la del mar.

Más que agua, más que cielo, el mar es más extenso que la raya horizontal que lo contiene. Es un universo paralelo del que sólo nos separa respirar. Es la certeza de un misterio, la lucha perpetua entre la duda del naufrago y la fe de la flotabilidad.

En las tardes somnolientas de playa lenta, cuando, sobre la arena, se torna dulce la luz del sol, el libro que me une y me separa del mar avanza las hojas de una en una. Me viene a la mente, mientras leo, un verso con forma de pregunta, ¿la literatura es como el mar?

Pero no me cabe ninguna duda si levanto la vista al azul completo, porque cuando el viento escribe jirones de historia fugaz con renglones torcidos de espuma, entonces, el mar —¡ay, si yo lo supiera cantar!—, es mucho más que literatura.

Despertar niños

Está tibio este mar y besa el vientre en lugar de morderlo. Es sencillo entrar, apenas un sobresalto pequeño cuando salpica su bienvenida por encima del bañador.

Y todo él resulta dulce a pesar de su sal. Todo parece suave cuando la arena fina explota en alfombra extensa, que acoge mis pasos inciertos mientras ensayo, atravesando el borrador del rompeolas, una vereda nueva para solitarios.

Incluso el viento acaricia la piel y revuelve el pelo en una carantoña continua, que trae viejos recuerdos de otra edad, de otro tiempo olvidado cuando, niños todos, no dejábamos de oler a falta de escuela y huíamos de la crema como del mismo demonio.

Igual que las estrellas son luces antiguas que traen historias del pasado, tal vez, el propio mar sea una memoria incesante de otros recuerdos; y estas olas, que ahora despiertan niños cuando nos rozan la piel, estén rellenas con aquel mismo y lejano viento.

La poesía no es para el verano

Me sentí un poco extraño, tal vez porque soy así de raro, en aquel laberinto de centauros con carrito.

Yo sólo buscaba un libro. Un nexo de unión con la playa y sus tardes largas de sol. Así que me fui apartando del baile de la colmena y pregunté a una chica, perfectamente vestida para adornar un avión, dónde podría encontrar ese tipo de artículos.

Al llegar a la zona señalada, miré los estantes de un vistazo. Pero después mi búsqueda se tornó minuciosa y fui leyendo, de uno en uno, títulos y autores de cada libro, estante por estante, desde los más altos hasta aquellos en los que tuve que agacharme.

Efectivamente, ni un solo libro de poesía. Novelas de todas clases, libros de cocina, estupideces de autoayuda y mucha teoría del sudoku. En un último intento, pregunté a un amable caballero —por su indumentaria debía ser del mismo avión que la chica—, que sentenció:

———La poesía no es para el verano. No se vende y por eso la retiramos. En otoño traeremos algo. Pero ahora nuestros clientes sólo piden novela y mapas.

Le di las gracias, más que nada por su sinceridad, y, resignado, retrocedí hasta un estante en el que un título me había llamado la atención: «El ángel más tonto del mundo», de Cristopher Moore.

Ella me esperaba tomándose un helado de nata y me cogió el libro para verlo.

———¿No había poesía? Ya te dije yo que la poesía no es para el verano.

Por la tarde, en la playa, mientras abría la novela, me puse a pensar en si es verdad que hay lecturas para cada estación. Si la literatura ha entrado de lleno en el torbellino de las modas, y va cambiando cada año:

«Este verano se llevará novela histórica con mucho vuelo de capítulos plisados al bies, entre finos encajes de denuncia política. Se adornará con biografías supuestas de grandes personajes históricos y largas sagas de criaturas con poderes mágicos.»

La última duda que me asaltó, antes de empezar la novela, fue la de si los poetas en bañador son bichos raros en peligro de extinción.

Mil perdones

———!Ya estoy aquí¡ He tardado un poco, mil perdones.

———Mil perdones no son suficientes.

———¿Suficientes para qué?

———Para devolverme todos los pensamientos que tuve mientras te esperaba y que, ahora, al verte, se me han ido de repente.

———¡Pero buenooo! ¿Qué pensamientos tuviste?

* * * * *

Pensamientos pensantes, esperantes, inconscientes. Pensamientos transitorios, futuros inciertos, expectativas locas. Pensamientos nómadas, que vienen y van y vuelven a irse, dando vueltas, al azar, esperando su turno pacientemente, haciendo tiempo para convertirse en prosa.

Pensamientos inconstantes, breves, fugitivos de la realidad, instantes divididos entre el sueño y el olvido. Pensamientos interinos, accidentales, transeúntes, vanos. Pensamientos mortales hacia delante con tirabuzón y escorzo. Pensamientos bobos, chispas fugaces de bioquímica frágil.

* * * * *

———¿Tú no pensabas en nada mientras venías, sabiendo que llegabas tarde y yo te esperaba?

———Sí, claro… pero en una cosa solamente.

———¿Cuál?

———Sólo pensaba en verte.

* * * * *

Las criaturas de tierra sueñan con tener alas, pero no saben que nosotras, las de aire, envidiamos a quienes siempre tienen los pies en la tierra. Mil perdones.

De pintura

Hay magia en el color, en cómo tiñe las paredes de la habitación y modifica los pensamientos que nacen dentro. En las gotas que se escurren resbalando gravedad, atraídas por el misterioso universo de huellas que queda en el suelo.

Parecen cambiar las dimensiones, el espacio contenido, la luz que entra por la ventana. Hasta el eco del cuarto vacío se desgrana de otra forma, más dulce o más salada, según el color del que se desprende.

Mientras pintaba la pared de verde, me pareció oler la hierba en la que nos besamos hechos un ovillo. Después pasé al azul turquesa y volé, rodillo en mano, rozando apenas las nubes de gotelé que me acercaron al cielo.

Más tarde, el naranja trajo el sol a la habitación y vistió tu ausencia con la miel del sendero que mis labios abrieron hacia el amor por entre tus senos altivos.

Sé que no volverás —quiero parecer convencido—, ya me lo dijiste con un hilo de voz entrecortada. Pero es que, esperar imposibles, me tiñe los días grises del corazón, de rojo y plata.

Delfín

Debí ser humano en otra vida porque al asomar mi cabeza del agua y ver a aquellas frágiles criaturas sentadas en una sombra, huyendo del sol, sentí una compasión profunda.

Su cuerpo escuálido y lleno de apéndices, las hebras de colores que tienen por todo el cuerpo y sus aletas llenas de dedos son impedimentos para vivir en el mar. Incluso su piel reseca necesita una protección externa, como si fuese la muda de un cangrejo, que algunos se ponen para entrar en el agua.

¡Se ven tan débiles manteniendo el equilibrio sobre dos de sus patas! Y, sin embargo, dicen los estudiosos, que los ruiditos que emiten entre ellos sin parar, mientras se enseñan los dientes y tapan y destapan sus ojos, demuestran su inteligencia.

No sé. A mí me costó poco domesticarlos. Bastaron un puñado de cabriolas, una ración de mojigangas y algún que otro salto, para que aprendieran rápidamente cuando tenían que darme pescado.

¿Qué si echo de menos el mar? No, no, porque ese mar que cantan los poetas y en el que nunca han estado, es en realidad un infinito desierto de agua; sin otra distracción que contar estrellas, desafiar calamares en el abismo o asustar a los peces de colores del arrecife.

Prefiero estar aquí, tranquilo, sosegado, viendo el desfile de las criaturas que pasan por mi lado. Intentando descubrir en ellas tu rostro puntiagudo que se repite en mi sueño. El sueño que siempre empieza cuando, al verme en el acuario, te empiezas a enamorar y, al contacto con el agua salada, tus piernas humanas se convierten en una aleta caudal bien torneada.

Mientras espero verte llegar, pasa la vida, como pasa el azar, y sigo nadando mi rumbo, divirtiéndome con los asuntos de mis congéneres, escuchando sus historias y relatando mi propio anecdotario.

Como cuando aquella primavera —¡qué absurda imaginación!—, le conté mis anhelos a un delfín nuevo que llegó. Y no se le ocurrió más que la peregrina idea de que, tal vez, los humanos, también sueñen con sirenas.

Si me vieses

Si me vieses dar vueltas por la casa, pasearme en pijama por el patio y mirar a la luna del cielo entornando un poquito los ojos, podrías pensar que estoy loco.

Tal vez lo esté, quién sabe, y este insomnio recurrente sea el síntoma esencial de una mente quebradiza. Pero yo hago lo que puedo, ceno poco, leo algo y dejo que el amodorramiento solitario me lleve hasta la escena del sofá.

Pero, qué va. Subo las escaleras con un ojillo cerrado y el otro a medio abrir, con la voluntad desconectada y el cuerpo pidiendo tregua, bostezo va, bostezo viene. Entonces parece que va a llegar el lapsus diario de la conciencia y consigo, a duras penas, ponerme horizontal sobre la cama.

Falsa alarma. Se me abren los ojos de par en par y no consigo estarme quieto ni quitarme de la cabeza todo lo que hice hoy y lo que dejé para mañana. Me levanto, vuelvo al salón, a la cocina, recorro la casa como alma en pena que no quiere hacer ruido para no dar lástima.

Bajo al patio y busco la luna, aguantándome las ganas de aullar por respeto a los vecinos y al qué dirán. Y aunque me resisto todo lo que puedo, acabo en el ordenador, compañero de horas brujas, tecleando como un poseso, historias que empiezan en verso y acaban en duda.

Lleno de música mis oídos y dejo resbalar los dedos por el teclado, mezclando realidad y ficción, renglones largos y cortos, ocupando todo el ancho de banda de mi vida con una pantalla blanca que se va llenando a trozos.

Y nada más. De tanto en tanto, vuelvo a la cama a ver si se me cierran los ojos, hasta que, sin poder predecir cuando, uno de esos regresos es el bueno.

Ahora voy intentarlo de nuevo. Apagaré las luces y subiré, como un fantasma, arrastrando los pies y suspirando. Dejo el ordenador encendido por si acaso, aunque está visto que hoy no estoy nada inspirado y sólo he conseguido escribir, una historia que no tiene fin, ni tampoco tiene principio.

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