Si me vieses dar vueltas por la casa, pasearme en pijama por el patio y mirar a la luna del cielo entornando un poquito los ojos, podrías pensar que estoy loco.

Tal vez lo esté, quién sabe, y este insomnio recurrente sea el síntoma esencial de una mente quebradiza. Pero yo hago lo que puedo, ceno poco, leo algo y dejo que el amodorramiento solitario me lleve hasta la escena del sofá.

Pero, qué va. Subo las escaleras con un ojillo cerrado y el otro a medio abrir, con la voluntad desconectada y el cuerpo pidiendo tregua, bostezo va, bostezo viene. Entonces parece que va a llegar el lapsus diario de la conciencia y consigo, a duras penas, ponerme horizontal sobre la cama.

Falsa alarma. Se me abren los ojos de par en par y no consigo estarme quieto ni quitarme de la cabeza todo lo que hice hoy y lo que dejé para mañana. Me levanto, vuelvo al salón, a la cocina, recorro la casa como alma en pena que no quiere hacer ruido para no dar lástima.

Bajo al patio y busco la luna, aguantándome las ganas de aullar por respeto a los vecinos y al qué dirán. Y aunque me resisto todo lo que puedo, acabo en el ordenador, compañero de horas brujas, tecleando como un poseso, historias que empiezan en verso y acaban en duda.

Lleno de música mis oídos y dejo resbalar los dedos por el teclado, mezclando realidad y ficción, renglones largos y cortos, ocupando todo el ancho de banda de mi vida con una pantalla blanca que se va llenando a trozos.

Y nada más. De tanto en tanto, vuelvo a la cama a ver si se me cierran los ojos, hasta que, sin poder predecir cuando, uno de esos regresos es el bueno.

Ahora voy intentarlo de nuevo. Apagaré las luces y subiré, como un fantasma, arrastrando los pies y suspirando. Dejo el ordenador encendido por si acaso, aunque está visto que hoy no estoy nada inspirado y sólo he conseguido escribir, una historia que no tiene fin, ni tampoco tiene principio.