A la luz mortecina del pensamiento que me asalta por detrás de este ocaso silencioso, mi ojos convergen hacia tu espalda.
Tu piel es blanca y en ella escribo o mejor diría redacto ternuras embebidas en las palmas de mis manos. Me giro para ver tus ojos, gravitando a tu alrededor como un planeta que busca ansioso un eclipse de sol abrazándose a la luna.
Entonces sonríes levemente, un mohín delicioso que dibuja en tu rostro fresco un aire mágico. Mi dedo resbala desde la mejilla hacia tus labios enjutos, trémulos, y los para en seco cuando están a punto de decir verdades infinitas.
Porque yo no he venido a este sueño a escuchar palabras ya dichas, sino a aliviar todas las caricias pasadas que ahora llevo encendidas y a ensayar los besos que se desviven atrapados en mi nudo del corazón.
No te desnuda el calor, que son mis manos las que te buscan los vértices y descorren suavemente el velo de la eternidad hecha suspiro. No son gigantes, sino molinos, las aspas de mis brazos cuando te cogen en vilo mientras dos lugares exactos coinciden en la misma lluvia.
Después, como el ocaso, te esfumas, cuando la noche está cerrada de luna y ya sólo cabe realidad en el vacío de mis manos. Entonces es cuando más adoro tu voz y cuando más echo de menos una sola palabra tuya: «abrázame».