Hay magia en el color, en cómo tiñe las paredes de la habitación y modifica los pensamientos que nacen dentro. En las gotas que se escurren resbalando gravedad, atraídas por el misterioso universo de huellas que queda en el suelo.

Parecen cambiar las dimensiones, el espacio contenido, la luz que entra por la ventana. Hasta el eco del cuarto vacío se desgrana de otra forma, más dulce o más salada, según el color del que se desprende.

Mientras pintaba la pared de verde, me pareció oler la hierba en la que nos besamos hechos un ovillo. Después pasé al azul turquesa y volé, rodillo en mano, rozando apenas las nubes de gotelé que me acercaron al cielo.

Más tarde, el naranja trajo el sol a la habitación y vistió tu ausencia con la miel del sendero que mis labios abrieron hacia el amor por entre tus senos altivos.

Sé que no volverás —quiero parecer convencido—, ya me lo dijiste con un hilo de voz entrecortada. Pero es que, esperar imposibles, me tiñe los días grises del corazón, de rojo y plata.