Una colección de instantes

Nocturno (Página 1 de 4)

Todo tranquilo

¡Qué caprichosa es la mano que tira los dados! ¡Cómo nos lleva y nos trae! ¡Cómo nos encuentra para, justo un instante después, volvernos a perder!

O quizá soy yo, que tengo el don de la desubicuidad.

¡Qué bonita es la noche y qué misteriosa con su silencio! Tienes razón. Y la luna redonda y brillante le otorga un halo mágico especial; porque allí donde no alumbra la luz, acaban alumbrando las sombras.

Sopla una brisa suave y fresca, que llega incluso hasta dentro de esta caja de cristal desde la que te escribo.

Le temo a estas noches de insomnio y luna llena, en las que todo esta tranquilo. Me arrugan, me envuelven y me hacen sentirme muy pequeñito, hasta que casi consigo desaparecer.

Son casi las dos de la madrugada y todo esta tranquilo. Todo menos mi cabeza que está llena de música a estas horas.

Ya despedí a todos mis amigos y amigas. Les dí las buenas noches y todo está tranquilo. Me quedaba la incertidumbre de saber si, quizá, los encuentros extraordinarios se repiten en noches como esta… o si se van para no volver nunca.

Sólo me faltabas tú. Debes estar dormida, no quiero despertarte; los noctámbulos, más que nadie, apreciamos el sueño propio y el de los demás. Por eso es que te digo tranquilo «buenas noches», muy bajito.

Así soy yo a estas horas, en este lado del cristal, cuando diez bocas teclean palabras invisibles y todo está tan tranquilo… Quizá nos visite de nuevo la coincidencia.

Domesticarnos

Era bastante pequeño cuando leí por primera vez El Principito. Lo recodaba vagamente, como se recuerdan los cuentos de hadas. Unos dibujitos muy graciosos daban vida a un planeta minúsculo habitado por un niño extraterrestre.

Hace unos meses asistí, como padre de los artistas, a una especie de dramatización del mismo. Y aunque ni me apetecía ni me interesaba, tengo que reconocer que hubo algo que capturó mi corazón; quizá la voz profunda del narrador o el desconcierto propio de niños haciendo cosas que no entienden. Volví a casa con mis hijos de la mano y un espantoso nudo repentino en la garganta, que la rutina se encargo de disolver.

Días después, por estos caprichos del azar que a nadie pasan desapercibidos, mi hija olvidó su texto sobre mi almohada, aparentemente abandonado a una suerte impredecible, como lo son todas las suertes.

Lo cambié de sitio varias veces: en la mesilla, en la cómoda, en el salón, en las escaleras… Incluso recuerdo haberlo bajado al sótano con la firme intención de buscarle un descanso definitivo en las estanterías metálicas. Pero un ataque de sentimentalismo adolescente detuvo mi voluntad. Quizá le debía, al menos, el gesto de leerlo por última vez…

¡Y cuál no fue mi sorpresa, al notar lágrimas sordas que caían sobre sus páginas! Me pareció un libro diferente, ¡tan distinto de cuando lo miraron mis ojos de niño! Descubrí una intensa y triste historia de amor… una huida y una búsqueda desesperadas en un mundo desenredado de subterfugios.

Desde entonces, está anidado en mis pensamientos y vuelve a visitarme de improviso este pasaje del encuentro con el zorro. Sucede siempre que las ventanitas emergentes saltan y me hacen palpitar de emoción recordándome un nombre querido, una coincidencia deseada o gente necesaria. Entonces me pregunto si seré yo el zorro, el príncipe, la rosa, el trigo… o todos a la vez… o quizá ninguno.

Si realmente quieres conocerme, domestícame. Me transformarás en un ser valioso si decides perder el tiempo conmigo.

Sueño

Desde muy pequeño arrastro mi incapacidad para recordar lo que sueño. Tan sólo, y a golpe de pánico, me he despertado alguna vez en medio de una pesadilla de esas que la mente rueda siempre en blanco y negro. Pero los sueños luminosos, las esperanzas cernidas en el subconsciente, los amores deseados o las suertes esquivas nunca traspasan el umbral de mi memoria.

Miento o, quizá, me miento. En rarísimas ocasiones si que me he despertado notando el sabor de un beso invisible, las caricias de una mano tibia sobre mi espalda o deslumbrado por un paisaje de personas imaginarias. Pero no se que extraña maldición me impide, incluso en esas raras ocasiones, revivir de nuevo el sueño y disfrutarlo, brevemente, con toda mi consciencia encendida.

Anoche tuve una de esas insólitas apariciones que me sorprenden por intensas y me disgustan por efímeras. Y además, indescifrable, como siempre.

Soñé que me entendías. Pero no como se entiende un teorema o se descifra una clave. Ni como se entiende el frío cuando se ve caer la nieve tras un cristal.

Mi pecho se ensanchó mucho más que cuando me besan quienes quiero besar, mucho más que después de haber llorado y encontrado consuelo.

Mirabas con tus ojos pequeños y escondidos. Yo me sentía traspasado por su brillo que leía mis páginas interiores, una por una, con tanta fuerza que, gozosa y tiernamente, me absorbía por completo.

Era un juego, un extraño juego divertido. Yo decía lo que tú querías saber y tú sabías lo que quería decir. Mirabas a donde yo quería mirar y viajabas a donde yo quería ir.

Cuando más rápido sucedía todo, en medio de esta felicidad quizá absurda, tus ojos se disolvieron entre tu pelo negro y el velo que mantiene separados a la vigilia del sueño, te atrapo entre sus dobleces. Y te fuiste del todo cuando vislumbre sombras de luna, que entraban por la ventana que deje abierta para invitar al viento a dormir conmigo.

He dejado pasar unas horas antes de escribir. Intentaba recordar, revivir ese sueño tan intenso, tan placentero, tan deseable. Me concentré en recordar mis palabras…¿qué fue lo que te dije que nos hizo entendernos? Durante un rato me obsesioné con encontrar la expresión exacta. Ser capaz de repetirla y ampliarla y usar su magia de nuevo.

Pero no había conseguido recordar ni una sola palabra, cuando la verdad apareció ante mis ojos con claridad: no pronunciamos nada, porque no había nada que pronunciar.

Ahora escribo estas letras apesadumbrado. No por las palabras que no dijimos. No, por añoranza del sueño. No, por la rabia de verme despierto. Sino porque, entre tanto alboroto y con tanto esfuerzo, no puedo recordar quién eras ni cómo pronunciar tu nombre.

Canciones para recordar

Cuando me sorprendo tarareando alguna melodía, siempre me sacude la certidumbre de que hay algún recuerdo a punto de refrescarme el corazón.

No es que no sepa lo que todo el mundo sabe: nuestra memoria almacena retazos de vivencias y sentimientos de un modo muy poco científico, anárquico, con una lógica indescifrable incluso para uno mismo. Se entremezclan olores, sabores, nombres, imágenes, recuerdos y sensaciones sin orden aparente en una especie de cajón de sastre en el que, sin embargo, cada cosa está en su sitio.

Es el modo de encontrar las cosas que puse en este batiburrillo, lo que no siempre está demasiado claro. Pruebo los caminos lógicos y la memoria me niega nombres y rostros de personas a las que sé que aprecio, versos que me hicieron enmudecer de emoción e incluso números que no hace mucho tiempo invoqué con asiduidad. Y después de un intenso esfuerzo recordatorio, una chispa inesperada, una rima, una imagen distorsionada o un perfume, me devuelven lo que buscaba cuando menos esperaba ya obtener resultados.

El tiempo es un perfecto maestro y, a fuerza de ensayos y de casualidad, nos ayuda a equivocarnos solos. Por eso, he acabado aprendiendo a rescatar del olvido todo aquello valioso que deposité a plazo variable en los fondos del recuerdo: tejo una urdimbre de relaciones y la voy dejando por todos los recovecos que veo libres. No es que sea muy eficiente el método, pero me funciona.

¿Sabes qué funciona siempre? Las canciones. Siempre que noto que me encariño con una persona, sin saber muy bien con que criterio, le asigno una canción elegida con ternura. Así que cuando escucho la música apropiada, pasan por mi mente los pasajes más intensos de mi vida con algún alguien. También al revés, al reencontrarme con mis amigos, oigo sonar, como en los grandes musicales, una melodía que envuelve la conversación con una potencia suficiente para, a veces, interferirla.

Siempre que escucho canciones en el ordenador, mientras estoy escribiendo, como ahora, un desfile de rostros y melancolías me distrae del presente. Visito lugares antiguos, años pasados, amores perdidos y encontrados, e incluso, imagino futuras casualidades hechas a medida. Me resulta muy difícil sustraerme a ese sortilegio musical, sobre todo, porque me encanta que suceda.

En este preciso instante en el que escribo estos pensamientos, de nuevo escuchando canciones, un rostro se pasea por entre estas letras. Si es el tuyo, sería justo, con tu permiso, que me dejaras corretear por tus recuerdos.

¡Espera…! Comienza otra canción… ¿O es la misma?

TANGO PARA ENGAÑAR A LA TRISTEZA

A la ausencia, al olvido, a la nostalgia
mi corazón les pone letra y música
de tango algunas noches, tú lo sabes:
veinte años no es nada. Aunque, a las claras,
bien sabe a quién engaña pretendiendo
engañar, como a un necio, a la tristeza.

(Víctor Jiménez, Tango para engañar a la tristeza, 2003)

Esa verdad, aunque me duela

Me desconsuela tremendamente vivir en este mundo de cuerdos, en el que la verdad se esgrime como una espada. Una espada que corta, rompe y aplasta sin misericordia sueños y corazones. Todo lo que toca acaba por malherirse, si las manos que la guían, deciden, como casi siempre, hacer la vista gorda y mirar a lo lejos.

Muchos se vanagloria de «decir la verdad», de «hablarte a la cara». Espero que sepas de que te estoy hablando: de cuando un alguien cualquiera irrumpe en tu espacio, dispuesto a redimirte «por tu bien» o «para que te enteres», contándote una verdad, que, normalmente, tiene mucho que discutir y que te hace sentirte tan cansado…

Esa gente, no sé exactamente por qué ni para qué, cree que la verdad le otorga un cierto salvoconducto; un permiso especial que les confiere el poder de hacer saltar las alarmas, prenderle fuego a tu vida y sentirse bomberos en acto de servicio.

Y no es que me moleste la verdad, sino el desprecio, el fanatismo. Esa visión única del mundo en dónde no cabe ninguna otra. Esa necesidad de ganar, de tener razón, de emprender batallas y terminar victorioso. Ese pasar con soberbia por encima de sentimientos, insultando inteligencias. Esa forma, en fin, de pisotearnos los unos a los otros, repitiendo cansinamente actitudes ancestrales.

No quiero que me escupan en la cara. Ni siquiera en el hipotético caso de que lo hagan con la verdad. Antes prefiero mil veces que me besen con una mentira y no tener que salir de mi error.

¿Qué me importa que dos y dos sean cuatro, si creer que son cinco me deja una mano libre para dibujar caminos sobre tu vientre? ¿Qué más da que no tengas fiebre si al pensarlo puedo enterrar mis labios entre tus ojos? No necesito saber de quién era el hombro que buscabas ni de donde salieron los versos que me escribiste para recordar que la ternura me visitó.

Para contarme la verdad, no hace falta que me la vomites. Clávame una duda bien adentro y deja que se infecte la herida. Mi dolor te pedirá la verdad a gritos desgarrados. Entonces, sólo entonces, cúrame con ella.

¡Dejadme en paz con tanta verdad! ¿O no veis que no es más que la verdad, que no me importa y que no curará mi locura?

Contemplar tus ojos

Me gusta contemplar tus ojos mientras me lees. Acercarme a ellos sigilosamente, camuflarme entre las sombras intensas que desprenden las luces del escritorio y embeberme en los rincones de tu cuarto.

Así puedo saber si cambian su color al ritmo de los renglones. Si se agrandan y se sorprenden. Si se arrugan y parpadean. Si consigo abrirlos de par en par o si miran, aburridos, los escenarios de letras que fabrico.

Espero, paciente, silencioso, para ver emociones en tu rostro y luego descifrarlas. Leer contigo, en tus labios, mis propias palabras rebotando. Ver tus ojos brillar, achicarse tus pupilas por entre las pestañas, fruncir el ceño, arrugar el labio, recostar tu cabeza sobre las manos.

Rascarte la nariz, acariciarte el pelo, respirar despacio, ver como resbalas los dedos por tu cuello. Cambiar de postura, beber agua, perder el ratón de vista, retreparte en la silla, atender al ruido que llega desde la cocina.

Me gusta adivinar palabras en el movimiento de tus labios mientras apoyas los codos sobre la mesa y cierras tus ojos cansados. Comprender que los aprietas con las yemas de los dedos para que se despierten y poder abrirlos de nuevo.

Verte fijar la vista, parpadear, sonreír. Bostezar. Tocarte el labio con la punta de la lengua. Entrever miradas de inteligencia o de desconcierto. Capturar las preguntas que te asoman.

Me gusta contemplar tus ojos cuando me lees. Jugar a leerte los pensamientos. Alborotar tu mirada con mis palabras, pillarte desprevenida y pescarte, de uno en uno, los sentimientos que vislumbro en tu rostro. Presentir si me crees o si andas descreída. Aparecer en tus labios justo antes de que envíen besos.

¿Qué más puedo decir? Que me gusta alumbrar con tus ojos el misterioso instante en que me lees.

De niños y adultos

Me gustan los niños, porque son transparentes. A través de su sonrisa, de su indiferencia o de su llanto, puedes ver en su interior. Todo lo que muestran es verdadero, nítido, legible. Incluso sus mentiras, que sólo son maniobras para la supervivencia, emiten una claridad que nos deslumbra y nos advierte del peligro de sucumbir a su ternura.

Después van creciendo. Aprenden a distinguir entre el porqué, el para qué y el cómo. Es un conocimiento empírico, construido a base de llantos y alimentado con la desgana de los adultos. Y se va empañando su envoltura, transluciéndose, oscureciendo la candidez. Aprenden a mentir cuidando de no emitir señales de aviso y evitando hacer saltar las alarmas. Ya no hay defensa en ellas, sino cálculo. Se hacen adultos prematuramente.

Con los adultos me siento perdido. Nunca sé si, casualmente, yo pasaba por allí cuando ellos sonreían o si su cara se iluminó precisamente al verme. No se si me quieren o me soportan porque les convengo; y si es que les convengo, no se me ocurre razón alguna. Tampoco soy capaz de adivinar de que humor van a estar hoy, ni porqué lo cambian cuando aciertan a dar con uno que les gusta. Nunca acabo de estar seguro de si acierto o si fallo, ni de todo lo contrario.

Y esta inseguridad me aleja del mundo. ¿No te ha pasado nunca que, como no sabías de que manera acertar, has acabado no haciendo nada, no diciendo nada, no sintiendo nada? Rebusco en mi memoria pensamientos antiguos que alguna vez me parecieron ciertos: «prefiero el fracaso a la indiferencia». Su inexactitud me hace darme cuenta de que yo también soy adulto… Y con los adultos, me siento perdido.

Cuento: La princesa y el búho

Érase una vez, en un tiempo lejano e inaccesible para la memoria, una princesa joven y hermosa, como todas las que habitan cuentos, que vivía en un castillo amplio y frío, con vistas sublimes a un mar azul turquesa y a una montaña tan blanca como lejana.

Su habitación estaba en una de las torres más solemnes y altas del edificio, que, aunque un poco desvencijado por fuera, mantenía por dentro un esplendor sólo igualable al de los sueños hermosos.

Sus padres, reyes ellos, claro, eran sus únicos padres; ella correspondía a ese gesto siendo su hija única y más querida. La amaban con locura, eso sí, locura real con etiqueta de gala, y no descuidaban ningún aspecto de su educación ni de su crecimiento. Tal era su mimo, que organizaban fiestas y espectáculos cada noche para divertirla, para entretenerla, para mantener su mente despierta y, de camino, para demostrarle su afecto sin tener que dirigirle la palabra más de lo imprescindible, que ya se sabe que es una forma de querer que a veces tienen los padres.

A pesar de sus desvelos, o precisamente por ellos, la princesa Bijín [Biyín], como la conocían los súbditos, aunque no era este su verdadero nombre, tenía problemas de insomnio. ¡Sí, sí! El destino es juguetón y travieso en los cuentos, lo mismo que en la vida. Y aunque nunca llegó a ser la «Princesa Desvelada», este asunto traía a toda la familia buenas dosis de preocupación.

El caso es que Bijín no podía conciliar bien el sueño. No era miedo a la oscuridad ni otros problemas del estilo; sino más bien una ausencia, una curiosidad, un qué sé yo que ponía su cabeza a funcionar aceleradamente en cuanto se recostaba a solas en lo alto de aquel torreón. Veía pasar las horas, las lunas, las estrellas y las sombras. Contaba ovejas, corderos, hormigas… Pero sólo cuando el sol iba esclareciendo la madrugada, el cansancio la vencía y podía, por fin, cerrar los ojos un ratito, aunque el sueño nunca llegaba.

Probó todos los tratamientos que sus padres pudieron pagar, que fueron muchos. Todos los remedios y todas las curas fueron fracasando mientras la princesa crecía más rápidamente en cada primavera. Hasta que al final, dejó de tomar potingues y brebajes, y decidió aceptar aquella situación con resignación.

Una de esas noches de insomnio y pensamientos, la princesa observó con sorpresa como un gran búho de ojos penetrantes decidió reposar sobre el alféizar de su ventana. Este elegante pájaro, seguramente hambriento y en labores de caza, andaba un poco equivocado de cuento, porque, como es bien sabido, los ratones de los que se alimenta no son bien recibidos en las casas de alcurnia y abolengo, salvo quizá, en la de Cenicienta.

—¿Porqué me miras de par en par con esos ojos tan inquietos? –—dijo el búho, dirigiéndose a la princesa que, efectivamente, lo miraba con curiosidad.

—Porque son los únicos que tengo –—respondió la princesa, un poquito incómoda ante las palabras de aquel animal que se atrevía hablarle sin ni siquiera haberle sido presentado—. Soy la princesa Bijín y este es mi cuarto así que te agradecería que…

—¡Sí, sí! —interrumpió el búho groseramente—– ya sé quién eres, no me calientes la cabeza. Sólo he parado en esta ventanita a descansar un poco. No pensé que hubiera nadie despierto a estas horas. Me arreglo un poquito las plumas y te dejo tranquila.

—No. Espera. Realmente no me molestas y siento mucha curiosidad… ¿A dónde vas con tanta prisa?

—No tengo ni idea de qué significa prisa —respondió el búho cargado de soberbia—, seguro que es cosa de humanos. Y no voy a ningún sitio en especial. Sencillamente, me dedico a vivir en el mundo y admirar sus maravillas. Por ejemplo, la semana pasada estuve en una montaña roja que hay más allá del mar disfrutando de un amanecer bellísimo.

—¡Cómo me gustaría ver las maravillas del mundo que han contemplado tus ojos! –—exclamó la princesa incapaz de ocultar su asombro.

El búho, nocturno y solitario como alma en pena, con poca experiencia en el trato con humanos, sucumbió ante la inocencia que sacudía las palabras de Bijín. Le ofreció compartir las bellezas que había visto a lo largo de los años, utilizando para ello un colgante que apareció sobre su cuello y en el que la princesa clavó su mirada.

—¿Qué es éste prodigio? Antes no tenías nada en el cuello, me fijé muy bien.

–—No podías verlo –—respondió el ave—, porque es un espejo mágico que sólo aparece cuando yo decido que lo haga. Él guarda en su interior las imágenes de todo lo que he visto en mis viajes. Ven, acércate, y mira por él. Te mostrará todo lo que vieron mis ojos.

Aquella noche no fue suficiente para calmar la sed de mundo de la princesa. Miraba con ojos desorbitados y atónitos. Paisajes, animales y personas se entremezclaban en unas imágenes nítidas y cautivadoras que salían de aquel objeto mudo, embriagador, brillante. Por primera vez en su vida, o por lo menos que yo sepa, tras aquel espectáculo deslumbrante, Bijín fue vencida por el sueño.

Así fue que el búho, enternecido por la curiosidad de la princesa, volvía cada noche al mismo alféizar de la misma ventana de la misma torre, para volver a mostrar las mismas maravillas que se encerraban en el mismo espejo a la misma princesa. Pero que nadie se equivoque: nada era igual a la noche anterior, porque los misterios siempre tienen mil caras y el pensamiento los difumina y los recrea.

Princesa y búho, amigos desde entonces, se contaron secretos a la luz del espejo, descubrieron la amplitud del universo, esparcieron su asombro ante las lunas que, a veces menguaban, y a veces crecían; olvidaron la soledad de las noches y, al final, se alegraron de perder todas las partidas contra el sueño.

Ella aprendió, quizá sin esperarlo. Él recordó, quizá sin desearlo. Sobre todo aquella noche en la que Bijín reparó en un rostro que salía del espejo, en un paisaje desconocido, en un tiempo indefinido. El búho también presintió una sacudida extraña cuando la princesa le interrogó.

—¿Quién era? No he podido ver bien su cara, pero he notado claramente una calidez que me resulta muy familiar– —preguntó la princesa intentando susurrar, como si no quisiera ahuyentar la agradable pesadez de párpados que sentía, sensación tanto tiempo desconocida para ella.

—No recuerdo –—mintió el búho—. ¡Son tantos rostros!

Entonces Bijín, a punto de liarse en el velo que el sueño nos teje para atraparnos, a modo de tierna despedida, acarició con el dedo corazón el vientre del animal dibujando en él su verdadero nombre. Un gesto extraño, en un lienzo extraño, con unos garabatos extraños, simples, como salidos de un olvidado cuaderno infantil.

Aquel búho, ignorante de alfabetos, mientras conducía a su amiga con ternura hasta la cama, repasaba los dibujos mentalmente, como para no olvidarlos: un pájaro con las alas extendidas, un árbol delgado de copa redonda, dos montañitas unidas por los picos en un imposible equilibrio a punto de romperse y dos ríos que se unían en un valle para continuar juntos el camino.

Después, en lugar de esperar al sol en el alféizar, contemplando el reposo de su amiga, como siempre hacía, voló hacia el norte de la noche sin atreverse a mirar atrás. Ni siquiera cuando, ya lejos del castillo, se detuvo sobre una rama que, acogedora, invitaba al descanso de sus alas y de su corazón.

Empezó a notar latidos en sus sienes y vio como las estrellas giraban alrededor de una luna que iba creciendo y creciendo haciéndose inmensa. Sus patas temblaron, quizá de terror, y dejó de notar la rama soportando su peso. Se sintió cayendo al vacío durante interminables segundos mientras cesaban latidos, lunas, estrellas y miedos. Desvanecido sobre la yerba, sólo quedó oscuridad y silencio.

Aquellas noches de complicidad y asombro, apenas nueve meses fugaces, terminaron tan inesperadamente como empezaron. Estaba recién llegado el verano, y en la corta noche siguiente, el búho no apareció; y la cita habitual dejó de serlo para convertirse, primero, en espera, y luego, en desesperación.

Cuando ya casi despuntaba el día, un papel arrugado sobre una piedra entró a gran velocidad por la ventana que el búho usaba como puerta. Bijín, extrañada, pues la ventana estaba verdaderamente alta respecto del suelo, desenvolvió el guijarro y alisó el papel con mimo. Se asomó a la ventana intentando adivinar la procedencia del inesperado regalo, esperando encontrar indicios de a quien deseaba encontrar.

No se veía nada ni a nadie. Sólo silencio. Y esa luz mortecina que tienen las cosas cuando se acerca el día y el sol se adivina detrás del horizonte por el que suele saludar. Miró el trozo de papel y vio trazos que no supo interpretar. Un dibujito del contorno de una persona dentro del cual había un animal… que parecía un… un… ¡Cielos! ¡Era un búho! Sí, sí. Estaba segura… dibujada sobre el papel había una persona que llevaba en su interior un búho. Notó como en su corazón, sístole y diástole comenzaron una carrera de «sangre a través», y sintió latir por sus sienes la emoción desbocada.

Y tenía un objeto en el cuello… a ver… La princesa se acercó a la luz de una vela y le pareció que la figura del dibujo llevaba en su cuello una especie de… ¿piedra?

¡El guijarro! Lo buscó por el suelo con la mirada, se acercó y con manos temblorosas se lo llevó a la altura de los ojos para sorprenderse mejor… ¿Y ahora qué? Frotó la piedra, como si fuese una lámpara; la besó, como si fuera una rana; incluso intentó morderla como si se tratase de una manzana. Pero no pasó nada. ¡Menudo timo el asunto este de los cuentos de hadas! Así que decidió esconder piedra y papel bajo su almohada mientras se le ocurría algo.

El día transcurrió cansinamente en el reloj, sin siquiera perdonarle un minuto a la impaciencia y la turbación de Bijín, que deambulaba como ausente por los corredores de palacio, dándole vueltas al misterio. Cometió el gran error de no querer comer nada, ensimismada en sus pensamientos, sin darse cuenta de que, un estómago satisfecho, en agradecimiento, inyecta serenidad a los problemas que nos acucian.

Todo pasa y todo llega. Y la noche la sorprendió en su torre, tumbada sobre la cama, mirando y remirando la piedra sin descubrir nada. En un momento de desánimo comenzó a envolverla otra vez en el papel para guardarla bajo la almohada pero le llamaron la atención unas arrugas del papel extrañamente parecidas a dibujos… un pájaro, un arbolito,… Las fue repasando con su dedo para cerciorarse de que existían y para verlas con más claridad… Y fue entonces cuando, sin boato ni pirotecnia, la piedra cayó sobre su pecho, sin hacer el más mínimo ruido y sin que ella sintiera el más leve contacto.

Se incorporó un poco y… ¡sí! Allí estaba el espejo colgando de su cuello. Su sonrisa iluminó todo el reino, aunque nadie supo verlo. Se levantó corriendo y se acercó a la ventana, espejo en mano, dispuesta a ver en él no sabía muy bien qué.

Aquel rostro cálido y humano, el que una vez vio con su amigo búho, sonrió en la luna del espejo, mientras la del cielo se asomaba con curiosidad por entre las estrellas. El rostro desconocido movió los labios pronunciando con claridad, inconfundiblemente, su nombre verdadero. Ella supo alegrarse tanto como la ocasión merecía y entendió, en un abrir y cerrar de pestañas, todo, todo, todo… Todo salvo, quizá, la casualidad de haberle ocurrido precisamente a ella.

Aquí acaba todo lo que yo sé y puedo contar, pero no el cuento. Se quedan en el tintero algunos misterios sobre princesa y búho pero… la historia quizás continúe. De ti depende. Porque tú ya sabes bien quién es la princesa, quién es el búho… y llevas un rato leyendo mis labios en este espejo mágico, que nos une tanto como nos separa.

(Francisco José Pérez, Septiembre 2006)

Reencuentros

En esto que ando volviendo a las rutinas de siempre, no puedo dejar de pensar en las cosas que cambian, que mutan, que permiten distinguir unos días de otros, unos años de otros, unas personas de otras.

Me fascinan las diferencias, en especial, las más pequeñas. Cómo aparecen en tu viaje personas que antaño anduvieron ya contigo y, pese a que las reconozco, las encuentro cambiadas y distintas. Nunca termino de explicarme si han cambiado ellas o si fui yo quien dejó de ser el que era. O si el tiempo transcurrido no nos deja reconocernos del todo. O si la memoria es tan infiel como parece.

No es tanto el declive físico, los cuerpos que cambian, las voces que se agravan, sino la ausencia de aquella complicidad que nos unía. Echo de menos la cotidianidad compartida que nos acercaba emociones, conversaciones banales y confianza. Siento entonces que tengo que empezar de nuevo, tratarlos como desconocidos a quiénes nunca antes había visto, y dar por perdidas las cosas que la memoria trae a mi encuentro.

Creo que esa forma de actuar me hace aparecer como frío o distante y me deja en inferioridad de condiciones para establecer contacto, para ser como suelo ser. Es como si, de los muchos lazos que me atan al infinito, quisiera irme desprendiendo de aquellos que se fueron aflojando.

Tal vez es que, realmente, soy frío. Tal vez me guste tomar distancia para no ser sorprendido, para no vivir en el pasado. De esta forma, levanto mi propia celda de aislamiento, al tiempo que me quejo de estar encerrado en ella. Contradicción es la pregunta. Aún no sé la respuesta.

A pesar de esa apariencia, o precisamente por ella, necesito decirle a mis fantasmas que me alegro de que crucen por mi vida de nuevo. Yo sigo navegando, en espera de visitar más coincidencias; no para recordar lo ya vivido, sino para escribir nuevos renglones repletos de palabras antiguas.

Aunque ya no soy el que era, ni vosotros los que conocí… os saludo con toda la alegría que tengo en mi corazón. Gracias por volvernos a ver y por hacerme sentir que me recordáis.

Espejismo

Allí estábamos los dos, en el otro lado del espejo. Extrañados de realidad y mudos de conversación. Todo era como parecía verse en noches pasadas, pero distinto de lo que habíamos imaginado. Aunque bien podría ser que no lo hubiéramos sabido imaginar hasta entonces.

Yo estaba lloviendo. Tal vez sudaban las nubes con goterones gordos y cansinos que no conseguían mojar el suelo pero sí mi piel. Entre gota y gota reconocí tus ojos, encristalados para ver, y tu voz dulce que cantaba:

—Pareces más joven –—me dijiste, mientras yo pensaba en lo tangible que eras y en la casualidad de estar allí para comprobarlo.

—Es que soy más joven –—respondí con una torpeza sutil, ensayada, automática, escondida tras mi sonrisa.

Afuera, o encima, no recuerdo, seguía lloviendo o, tal vez, tus zapatos goteaban a mi lado. El reloj nos invitó a desandar los que fueron nuestros primeros pasos. Al llegar al punto de partida, me dí cuenta de que también era el de destino.

Me gustó mucho besar tu sonrisa de cerca y resbalar mi mano sobre la tuya. Después, palabras de despedida, puntos y seguido, huidas a contrarreloj… Sin volver atrás la mirada para conservar rostros, y no espaldas, como recuerdo.

Ha dejado de llover hace rato. Ni siquiera el cielo gris se refleja ya en este espejo. Las imágenes de lo vivido me siguen rondando mientras aquí, apostado en un rinconcito de la memoria, me pregunto si las cosas transcurren como uno se imaginaba o si es que uno imagina que así fue como sucedieron.

Un día, o mejor una noche, te pediré que me cuentes cómo lo pensaste y cómo te ocurrió: entonces decidiré cuál es tu nombre. No vaya a ser que todo haya sido, tan sólo, un ensayo de la imaginación preparando el día en que rompamos, definitivamente, el espejo.

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