El rey Sol, tan absoluto, comienza su hegemonía sobre la paz del verano. El cielo sometido aparece de un azul tan claro como seco, impotente y desarmado contra el látigo inmisericorde de sus propios rayos.
Todas las criaturas se esconden y buscan la sombra, el amparo de los árboles, la frescura de la esquina en la que convergen las pocas brisas que aún sobreviven al calendario.
El mundo se vuelve amarillo y resopla con la boca abierta para ahuyentar este calor de infierno que no puede detener ninguna puerta. Y se sueña con el mar cuando sólo se llega a bañera, o con un glaciar cuando las cosas no dan para más que sujetar en la mano un refresco de la heladera.
Entonces llegan las horas quedas, el entreacto del mediodía, cuando se para la vida y apetece una siesta. Nos subimos a hurtadillas al tornado del ventilador para que sea ahora tu calor el origen del sudor que me escurre por las costillas.
Para entrar en tu propio cielo ardiente, quedarme encendido y mojado, surtido y derramado, libremente encerrado entre tus dos sonrisas diferentes y perpendiculares.
Y aunque odio los veranos circulares y el calor de este sol, me gusta cuando pasa quemando nubes, mientras pasa la vida, mientras pasamos al amor, pidiendo que te queme yo, deseando que tú me sudes.
(Cremant núvols, de Serrat, de su álbum Mó, 2007)