Me sentí un poco extraño, tal vez porque soy así de raro, en aquel laberinto de centauros con carrito.
Yo sólo buscaba un libro. Un nexo de unión con la playa y sus tardes largas de sol. Así que me fui apartando del baile de la colmena y pregunté a una chica, perfectamente vestida para adornar un avión, dónde podría encontrar ese tipo de artículos.
Al llegar a la zona señalada, miré los estantes de un vistazo. Pero después mi búsqueda se tornó minuciosa y fui leyendo, de uno en uno, títulos y autores de cada libro, estante por estante, desde los más altos hasta aquellos en los que tuve que agacharme.
Efectivamente, ni un solo libro de poesía. Novelas de todas clases, libros de cocina, estupideces de autoayuda y mucha teoría del sudoku. En un último intento, pregunté a un amable caballero por su indumentaria debía ser del mismo avión que la chica, que sentenció:
—La poesía no es para el verano. No se vende y por eso la retiramos. En otoño traeremos algo. Pero ahora nuestros clientes sólo piden novela y mapas.
Le di las gracias, más que nada por su sinceridad, y, resignado, retrocedí hasta un estante en el que un título me había llamado la atención: «El ángel más tonto del mundo», de Cristopher Moore.
Ella me esperaba tomándose un helado de nata y me cogió el libro para verlo.
—¿No había poesía? Ya te dije yo que la poesía no es para el verano.
Por la tarde, en la playa, mientras abría la novela, me puse a pensar en si es verdad que hay lecturas para cada estación. Si la literatura ha entrado de lleno en el torbellino de las modas, y va cambiando cada año:
«Este verano se llevará novela histórica con mucho vuelo de capítulos plisados al bies, entre finos encajes de denuncia política. Se adornará con biografías supuestas de grandes personajes históricos y largas sagas de criaturas con poderes mágicos.»
La última duda que me asaltó, antes de empezar la novela, fue la de si los poetas en bañador son bichos raros en peligro de extinción.