La sangre pide calle cuando el sol llama a las ventanas. La brisa sigue aún fresca en el patio y te despierta con dulzura para demostrarte que el mundo sigue, imparable, girando bajo tus pies.

Trinan los pájaros en esta mañana luminosa, silenciándose a mi paso. Salta la vida en el jardín y veo, como testigo molesto, que las lagartijas que estaban al sol, se esconden en la sombra.

Los gatos del vecindario, tumbados a la bartola, aguzan las orejas a mi paso, pero se mantienen inmóviles y tranquilos. Un saltamontes interrumpe su desayuno de fresas cuando me acerco, ajeno a sus menesteres, para ver los brotes nuevos de la hiedra, y prorrumpe en un ejercicio desgarbado de salta-vuela.

Me saludan los cipreses inclinando sus ramas, el celindo se atusa las flores cuando paso por debajo. Adoro el porte del limonero, que responde a mis lisonjas con su amarillo fuerte, y no puedo evitar acariciar sus ramas nuevas como quien revuelve pelo.

Más allá de la verja está la vida, esperándome a que salga, con su cara más sonriente pero con los dados en su mano caprichosa, con la inquietud de la mariposa, mientras decide si agita o no las alas.

Ya sé que las cosas no son como empiezan, sino cómo acaban. Pero, en el fondo, como un designio ancestral, no puedo evitar tener la sensación de que los días azules y cálidos ahuyentan las desgracias.

Salgo alegre a su encuentro, para ver todo lo que me está esperando a la vuelta de la esquina. Ignorando el miedo de saber que, más feroces son sus zarpazos, cuanto más bella es la vida.