Una colección de instantes

diciembre2024 (Página 1 de 4)

Atrapado

Me capturó con su dulzura y sus malas artes, hace ya tanto tiempo que ni me acuerdo. Al principio, eso si lo conservo en el directorio principal de mi memoria, me daba un poco de miedo. Había oído hablar a otros, alertándome de que atraía un cierto peligro que expresaban en términos un tanto vagos y misteriosos, como de no haberlo experimentado en carne propia.

No les hice caso. Bueno, tampoco es que fuera una decisión completamente consciente, sino más bien un acomodo paulatino, como suele ocurrirnos con los amigos. Empieza por no molestarte su presencia; luego, el atrevimiento de los acercamientos tímidos, con precaución desmedida, que se va desmoronando a fuerza de constatar que te sientes muy bien a su lado y que no tienes la sensación de que te haga daño, da paso a lo cotidiano, a lo normal, al roce continuo.

Más tarde, hay noches de calor que te asoman al precipicio de la desesperación y caes en el cielo del viento de sus caricias invisibles que te ponen la piel de gallina. Te envuelven, te transportan, te elevan a la cima del mundo. Todo se calma, la noche se hace menos espesa y reencuentras espacios de vida que dabas por aniquilados de forma permanente.

Y llega la primera noche completa. Siempre hay una primera noche, hermosa, delicada, intensa. Una noche que pasa como un suspiro en el paraíso, que desaparece cuando el sol asoma por las rendijas y te sorprende en sus brazos. Y aunque no puedes evitar un cierto sentimiento de culpa que asoma por tu garganta carrasposa, en realidad, te sientes tan feliz que deseas interiormente que pase deprisa el día para volver a encontrarte de noche con sus abrazos frescos de viento.

Entonces, te das cuenta de que estas completamente perdido. Cautivo feliz del ritmo de sus andanzas, prisionero de sus soplos, recluso de su influencia. Inquieto, sudorosamente febril en su ausencia, eres rehén de su frío en pleno síndrome de Estocolmo; galeote que disfruta más con su condena que con la libertad. Atrapado para siempre en las garras de su frialdad.

Fiel amigo de este tecleador, compañero de aburrimientos, inestimable paladín del sueño, imprescindible y discreto en el amor. No sé qué sería de mí, en estas noches tórridas de verano, si me faltaran los besos suaves de mi aire acondicionado. ¡Qué sería de mí!

Mañana

Cuando dices mañana, no sabes de qué hablas. No dejaré que creas que es un número agazapado en una serie encadenada, ni el nombre siguiente de aquella retahíla que aprendimos en la infancia.

El calendario no pone las normas, sólo constata y recuenta los giros del planeta como si todos los días fuesen vueltas, pero en la vida todo son idas; y tú y yo sabemos de sobra, que los días se hacen con sombras, nudos y volteretas.

Mañana no es un día, ni una cita, ni una noche de luna llena. No es un apunte en la agenda, no es un plazo que expira, no es el vuelco que activa la gravedad redonda de este reloj de arena.

Es el futuro que nunca llega, es un empuje que no se detiene ni ante la fuerza de la costumbre, es el corazón de una incertidumbre en toda regla. Un horizonte desesperante y desesperado, que cuanto más cerca parece estar, más deprisa se vuelve lejano.

Si me oyes decir mañana, no me hagas caso, porque yo tampoco sé de lo que hablo. Será un error hecho palabra, una prueba fehaciente de mi inconsciente falta de vocabulario. O puedes dar por sentado que, mi pensamiento, porque no puede tomar asiento, tal vez se sienta muy cansado.

Desvelado

La luna bordeó el horizonte negro del cielo a la misma hora en que despertaban mis ojos sin sueño. Para ti fue mi primer pensamiento neblinoso de sonámbulo intrépido.

Tardó un buen rato en descorrerse el velo de la realidad, a pesar del chillido impertinente de las luces de la cocina, que activaron un instinto imperioso agarrando mis párpados.

Me aferré a la taza, rellena de negro, removiendo el fondo de cristales blancos, impregnándome con ese aroma artificial a mañana que nos saca de la somnolencia. En cada sorbo, un nuevo pensamiento te traía, sin miramientos de código, al espacio en que no estabas, arrastrando, con él en los hombros, el sabor del café que tú preparas.

No había más ruido que el de dentro de mi cabeza y el de los engranajes del mundo girando imperceptiblemente sobre las estrellas, cuando salí al patio buscando conversaciones íntimas con la brisa, que me recordó, al oído, la inquietante ausencia de tus caricias.

Después, poco más. Letras y más letras. Vueltas al mundo en naves cibernéticas que ahuyentan en cierta medida la melancolía y, en cierto modo, la alimentan cuando se encuentra, allá donde se busque, siempre con asombro, que el sabor que destilamos todos, esconde las mismas certezas que descubre.

Noto cómo se alinean los planetas a favor, o en contra, cuando veo un resplandor de rendijas que asoman. Cuando siento el calor de la luz que ahuyenta las sombras, cuando el cansancio hace mella y me embota los dedos, hace tiempo liberados y presos de su propia torpeza.

De camino a la cama, pesándome los párpados en cada palabra, sólo me alivia el consuelo de saber que, justo antes de que empiece el sueño, podré tenerte otra vez, en mi último pensamiento.

Vino y rosas

Llevo una temporada atrapado en días de vino y rosas, engrasando con alcohol de varios tipos la maquinaria de las noches. Contento, pero un poco preocupado por lo despreocupado que ando de relojes. No es que normalmente viva colgado de sus manecillas, pero este descontrol de sueño que me queda como secuela luego me pasará factura con recargo por demora.

Hay días que ni como y noches que ni me acuesto, claro que, y esto es un secreto, como de noche y duermo de día, para equilibrar el presupuesto de los gastos de energía que mantengo. Sin saber bien en qué me entretengo, porque me tengo tan desocupado de las cosas habituales, que no encuentro momento decente para ponerme a los mandos del teclado y escribir las cosas que me suceden.

Además, las musas y las palabras se han largado de vacaciones sin avisar y, por más que miro el folio blanco, no se me ocurre cómo contar las sensaciones que me han ido pasando. Pero todo se andará.

Se andará como ando ahora viviendo en este espejismo de la vida que me ha tocado en la ruleta del azar. Este verano sin canícula, que está pasando como de algodón, esta deserción de la rutina, este festival en cada esquina, estas ganas de brindar con desatadores de lenguas, me adormecen la consciencia y me encienden la certeza de que, entre vivir y escribir que vivo, no queda ningún sitio para la más mínima duda.

No renuncio a la tinta, tengo palabras que escribir. Además, asuntos importantes, instantes preciosos, intensos, devaneos de la vida, encuentros, aciertos y ciertos momentos que han terminado en un sí. Pero esto será más adelante, cuando baje la marea, tenga tiempo y me acaben de contar algunos acontecimientos que me matan de curiosidad.

Sólo me queda dejar volar aquí un pensamiento, trascender un poquito, expresar una sensación que me invade por dentro: la felicidad, la suerte y el éxito, por mucho que tarden, si es que llegan, siempre llegan a tiempo. Del mismo modo que, cuando deciden marcharse, siempre nos pillan mirando a otra parte.

Retales

Suelo escribir a borbotones, volcándome sobre el teclado como niño que se queda clavado sobre el aparador de los dulces. Levanto la vista de tanto en tanto y retrocedo, modifico letras, me retrepo en el sillón para esperar la palabra consecutiva, la idea contigua, la emoción del instante siguiente.

Cuando llegan, vuelvo a la carga, galopo a ratos sobre las teclas y, a ratos, troto. Me paro, me levanto, paseo, bebo agua. Siempre agarrado a las paredes, porque las palabras no descansan en mi cabeza, me aturden los pasos y me trastabillan las piernas.

Pero no siempre acuden. Muchas veces me rehuyen las dichosas palabras, me abandonan al amargor de la expectativa infructuosa, a la impaciencia de una prórroga de la insatisfacción. Me dan plantón, rompen todos los acuerdos y me quedo con los tiestos peripuestos en el ordenador.

Guardo con mucho cariño esos retales y, cada cierto tiempo, me entra el gusanillo de revisarlos para intentar arreglarles el dobladillo. Pero, como sastre, soy peor que el del emperador, un auténtico desastre. Casi nunca lo consigo. Y se quedan conmigo los retales, adornando algún archivo de mis documentos.

Ahora voy a dejar uno aquí. Se ha ganado el derecho de salir a la luz a pesar de estar incompleto, porque también es mío, también soy yo. Iba a ser la tercera parte de Reflexiones, refracciones y reflejos. Pero he sido incapaz de terminarlo.

…El brillo del espejo es fascinante. Luz pura, suspendida en el éter óptico, escondida bajo el océano, como bella durmiente que aguarda príncipe lector al rescate. Como gota sutil que espera viento para lanzarse en lluvia y empezar el ciclo inigualable de la comunicación profunda. Un efecto mariposa, con unos y ceros que palpitan con su corazón de número, en el caos impredecible de la electrónica.

No se ven los defectos de la luz cuando no intervienen más cuerpos que los bordes celestes del navegador. Todo es nítido, transparente, liviano. Decimos lo que queremos decir y entendemos lo que queremos entender. Sin más interferencias que los pantallazos azules de Bill Gates o los «no sé lo que me pides» de La Coctelera.

Esbozamos nuestra propia imagen sobre palabras o fotos, o canciones, con diferente estilo y distinta parsimonia. Nos dejamos caer por los rincones que ofrecen un centelleo parecido al nuestro cuando dicen lo que nosotros decimos o si lo hacen de manera que los entendemos. O porque nos deslumbran. O sencillamente, hacemos caso a quienes nos lo hacen, en prueba de bien nacida habilidad para contactar con nuestros, en el más literal sentido de la palabra, semejantes.

Sin embargo, nuestro propio reflejo sólo cabe en un ángulo pequeño, en una disposición precisa; si apartamos la vista del centro del espejo en busca de más brillos, ya no podremos vernos en él. Además, incluso desde la mejor perspectiva, hay partes que siempre están ocultas a nuestros ojos, la espalda o la nuca, que nunca relucen pero que están detrás, dimensionando la vida, escondidas hasta para nosotros.

Para nosotros sí, pero no para los demás. Curiosa propiedad antisimétrica de un objeto que palpita simetría. Que permite ver el mundo completo que se asoma a su relumbre, excepto los matices oscuros del propio observador. Que muestra y que oculta, que refulge y que esconde…

Tonta manía

No puedo explicar esta tonta manía que tengo de empaquetar en renglones los tirones del azar que me desequilibran. Este esfuerzo de traducir a palabras las cosas innombrables que me desbordan a cada instante, con la voluntad escueta de conocer su más intima esencia. Para adivinar su efecto preciso cuando hago equilibrios sobre las teclas, entre ida y vuelta y voltereta.

Sólo soy criatura fugaz, suspiro mundano, soplo de niebla. Agua que fluye por encima de la tierra. Gota de tiempo que resbala impaciente hacia la gota siguiente.

Soy mi propia inconstancia inherente, que se transforma en ráfaga sutil de viento; salpicando de salitre la playa de los días por la que navego deprisa, sin brújula y sin estrellas, sin barco ni mapa, sin mar y sin tierra, sin bandera ni timón. O tal vez estoy anclado en la orilla de este papel y es el mundo verdadero el que se mueve a mi alrededor.

¡Qué absurda costumbre¡ La de contarle a los demás con palabras agridulces, las cosas que sólo tú sabes. Esperando que todos me escuchen, pero que no sepa entenderme nadie.

El hilo del laberinto

Una noche de plenilunio, cuando estaba todo tranquilo, te asomaste a mi ventana escuchando una sonata para princesa y búho. No sé si porque es caprichoso el azar, o porque sabías que yo quería conocerte, te enredaste de repente en la puerta del laberinto con un hilo invisible y entraste por el hueco imposible que me dejó un sueño imprevisto.

Nos domesticamos, me hiciste parte de tu soledad y pude entender casualidades que sólo el misterio del espejo puede explicar. Aceptaste mi invitación sin ningún titubeo y convertiste el recital de aquellas canciones para recordar —aún puedo escuchar su eco— en un juego de transparencias en el que a veces me echas de menos.

Quisiera contarte que no se cuentan las palabras, que haces que se vaya mi melancolía, que me bañas en el agua de ayer con la sombra de otros días. Que tengo tus abrazos señalados con mimo en mi mapa del tesoro, que necesito más noche para perderme en tu rompecabezas de abalorios. Que me encanta presentir tus pasos pequeños y preparar el espacio para tus regresos.

Hoy, por ser hoy el aniversario de este invento, no voy a decir nada nuevo. Prefiero irme sin ruido y hacer mutis hacia el insomnio, tejiéndome en tu horóscopo con este hilo.

Intruso

El ritmo de la prisa enfurece mochilas y maletines. En el hormiguero de la estación me recibe la soledad geométrica de los pasillos abarrotados de pasos ligeros y febriles, la angustia de la desorientación señalizada, la estridencia de un bullicio repleto de desconocidos.

Intento caminar despacio, pero es imposible resistirse a la corriente humana de vaivenes presurosos. Todo el mundo parece saber hacia dónde se dirige, pero el eco de los pasos rebosa con la inquietud escondida de un desamparo desolador.

Suben y bajan las escaleras mecánicas con su monotonía de dientes afilados, con la parsimonia exasperante de no conducir a ningún sitio. Ni siquiera en ellas se detienen los pasajeros, que nadan en los peldaños con sus aletas de codos y sus silencios de maleficio.

Las pantallas gritan sin ruido su laconismo de mensajes mientras el coro de los carteles telegrafía un canto de sirenas que conduce al extravío. Leo su calculada frialdad en legítima defensa, con la más angustiosa intensidad que he leído nunca, restregándome en ellos las pupilas para que el dolor se encargue de despertar mi cerebro embotado.

La selva de pasajeros avanza por lianas de tubos mientras yo me aferro a las manos de la confusión. Sigo leyendo el prospecto enmarcado, las pintadas en los asientos, el color de las razas. Sigo leyendo la ausencia en las miradas, que edifica a mi alrededor un muro insalvable de incomunicación.

El vagón adelanta al tiempo y el tiempo adelanta a las manecillas del reloj que no llevo, pero que late acelerándose en mi interior. Hasta que la carrera se detiene por un instante y el chirrido metálico de la puerta vomita con un sobresalto de empujones su indigestión de impaciencia contenida.

Sigo leyendo, sigo andando, echo a correr. Un inexplicable frenesí de pasos se instala en mi estómago. La sordera de corcho de los pasillos abarrotados me libera del peso de mi cuerpo y nado con los codos al escalar peldaños, de dos en dos, en las faldas que dan acceso al último rellano.

Reluce el sol cuando salgo de las entrañas de la tierra, respiro aliviado el humo amargo de vehículos que braman pidiendo un verde que no es el mío. Me alejo del laberinto y me sumerjo en arquitecturas desoladas, recorriendo la cuadrícula estrecha que miran los escaparates, intentando eludir las secuelas del viaje.

Pero ya es demasiado tarde para mis pasos, que se aturullan en la libertad secuestrada por el hormigón. Y, entonces, siento cómo la prisa indescifrable del Minotauro de hierro me ha envenenado por dentro hasta el tictac del corazón.

Premios Carabiru

La noticia de mi nominación a los premios Carabiru me ha sorprendido sobremanera. He visto el mensaje que me anunciaba el premio y, rápidamente, he saltado al post en el que se hacía público. Y sí, ahí estaba mi nombre subrayado, en pleno discurso de agradecimiento del ganador.

No me gustan los premios, tengo que reconocerlo, porque siempre son injustos. Nunca están, nunca, todos los que son y, a veces, se cuela alguno que no debería estar. Esto me recuerda que tengo pendiente una reflexión sobre el asunto de las listas y los múltiplos de cinco.

Siempre son injustos porque recortan la realidad y la despojan, precisamente, de los matices que la hacen tan interesante. Siempre son injustos porque es imposible evitar que sean subjetivos, porque los gustos personales acaban prevaleciendo sobre cualquier otro criterio. Siempre son injustos porque tratan de distinguir lo indistinguible, porque intentan simplificar lo esencialmente complejo.

La inmensa mayoría de los cocteleros/as no escribimos para ganar premios. Nuestra recompensa va desde el simple —pero no menos importante—desahogo, hasta las reflexiones más profundas sobre nosotros mismos y sobre el mundo, navegando siempre en la corriente de empatía que se produce al encontrar personas afines en algún sentido, quiénes acaban siendo, en el más pleno significado de la palabra, amigos/as.

Sin embargo, nos gusta recibirlos. Nos halaga, más que el premio en sí, el hecho de que se hayan acordado de nosotros. Y además, generalmente, en términos sonrojadoramente elogiosos. Mi premio no sólo está en haber sido elegido, sino en que, alguien que sabe escribir con el humor, la ternura y la capacidad de transmisión con que lo hace mi amigo Now, diga que soy un «magnífico poeta». Aunque ya se sabe que, todos los piropos que nos regalan, siempre son varias tallas más grandes que la nuestra.

Voy compartir el premio con cinco de los amigos que siempre leo, y quiero dedicárselo a los otros muchos a quienes no puedo nominar por la limitación que las bases del concurso imponen. Todos aquellos/as que leo, en La Coctelera y fuera de ella, nominados o no, deben saber que lo hago por el puro gusto de leerlos, porque me llegan sus palabras, sus ideas o sus emociones. Y, generalmente, las tres cosas juntas.

Comparto este premio con Locaporlaluna, por su locura, por su luna, por su escoba, porque rebosa poesía y porque me regaló un hechizo que, al final, no tuve valor para poner en práctica. Con Flor de loto, porque sabe cómo detener el tiempo en instantes y nos hace mirar hacia la superficie de su estanque ovalado para ver, asombrados, todos los secretos de las imágenes que se reflejan en él.

Sigo compartiendo el premio con Fernando, porque sabe conjugar de forma magistral imagen y palabra, poesía y relato; porque siempre tiene en las teclas una palabra amable preparada. Además, añado a Poedía a la lista porque sabe retratar los instantes, las emociones, capturarlas en palabras y servirlas en bandeja con guarnición de poesía propia y ajena.

Termino la lista con Cavilante, porque su otra mirada me cautiva, porque descubre la realidad desde ángulos que invitan a la sensación, a la reflexión e, incluso, a la investigación, con una forma de escribir sólida, sencilla y muy elegante. Y porque admiro cómo domina el complicado arte de poner las comas en su sitio.

Estoy seguro que el resto de mis amigos/as aparecerán nominados en breve, en cuánto se corra la voz de este meme.

Y acabo ahora el asunto Carabiru, colocando la letra pequeña:

A) Si eres el/la afortunado/a, deberás escribir un post donde indiques cinco blogs que te hacen reaccionar o a quienes sigues por múltiples razones. Ellos, a su vez, seguirán la cadena y formarán una unión virtual digna de admiración.

B) Haz un enlace a este post para que aparezca quien te otorgó a ti el premio y en qué entrada.

C) Disfruta de tu premio. De verdad, es un auténtico orgullo que alguien reconozca, con un simple signo, tu pequeña aportación en este mundo tan inmenso.

Yo estaba allí

He visto, con mis propios ojos, sonrisas que alivian los traqueteos del alma. Yo estaba allí, entrometido en el pecho que me abrazaba, sintiendo cómo una mirada se revestía con brillos especiales de comisuras recién levantadas. Yo estaba allí, cuando amaneció a deshoras, cuando iluminaste la estancia con un solo mohín, como si tus labios supieran dibujar estrellas rebeldes a las leyes del universo.

He visto sonrisas que eran nubes, que eran lunas; que hacían preguntas cuya respuesta no supe hasta que pasó de largo el azar. Yo estaba allí, transparente, cuando tus labios opacos se escondían de la verdad, de los nervios, de las dudas y de las ganas de llorar.

Es fácil distinguir las sonrisas que están rellenas de humo, porque se desvanecen al primer soplo. Pero las tuyas están hechas con algarabía de espuma de mar, aguantan la brisa, te salpican encima y, poco a poco, te hacen naufragar. Allí, a la deriva de tus ojos, estaba yo, en la isla desierta de las noches perdidas al sueño, haciéndome cada vez más pequeño, girando de sed y deseo en tu timón.

Yo sé que tu sonrisa es muchedumbre cuando prorrumpe a borbotones, cuando asciende deprisa por los escalones de la alegría. Yo sé que es antídoto y veneno, porque me cura, suavemente, de la melancolía que me deja cuando estás ausente y no la veo. Conozco muy bien tu sonrisa, he estado en tu cielo, he estado a los dos lados de tus labios lanzados hacia mis besos. Yo fui quién te insufló con ellos el aire con el que me dijiste que sí.

Siempre estaré allí, ya sabes dónde, recordando lo tuya que es la sonrisa que me sale del corazón. Y es por eso que aún no puedo, ni quiero, decirte de nuevo… adiós.

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