Me contó su tristeza poco a poco, sin agua. Me fue desgranando una historia de la que ni siquiera se hubiera percatado de no ser porque apareció el fin. Sólo se supo protagonista del drama cuando el telón, descendiendo con parsimonia, acertó a estar a la altura del corazón.

Yo sólo supe poner el hombro y levantarle la vista, aunque no sé si lo conseguí. Porque hay tristezas relativas, tristezas pasajeras y tristezas de andar por casa. Pero la suya era una tristeza infinita, amarga, la de darse cuenta, veinte años después, de que había vivido otra vida distinta a la que podía recordar.

Al final sonrió un poco, tímidamente, doblegando las ganas de reír. Entonces fue cuando más supe de las distancias, del poder de la palabra y de los efectos colaterales del silencio mantenido de quienes tienes al lado.

Porque hay distancias que no se pueden medir, que no se pueden guardar, que no tienen antídoto. Porque hay atajos que, aunque parecen llevar al paraíso, sólo sirven para prolongar el fin hasta que ya no podemos ver el principio.

Últimamente, he aprendido mucho de señales, incluso horarias. Tanto como para decir que aunque te puedes ir, es cierto, al otro lado del mundo, no existe ningún sitio tan lejano como para que no le importes a nadie.

También te puedo contar que no hay trayecto sin baches ni viaje sin compañeros, porque el mundo no es perfecto y muy chiquito, y todos vamos siempre hacia los mismos sitios. Que no hay ninguna distancia insalvable para quien no tiene prisa, y que, las ganas de llegar, no nos ahorran ningún paso, pero los hacen menos mecánicos y más llevaderos.

La única distancia imposible, la más dolorosa, suele ser muy corta en espacio, y es la que lleva desde de la indolencia del corazón hasta la indiferencia de los labios.