Los kilómetros nos rodean. Vamos y venimos en ellos, los recorremos siempre a lo largo, con la cabeza llena de preguntas, con las manos pendientes de las rayas, con los ojos más allá de donde alcanza la vista.
Creemos dominarlos, tenerlos a nuestros pies, reconocer el trayecto. Pero son ellos los que nos conducen a todas partes, a cualquier parte, los que componen los caminos que siempre nos traen de vuelta a los mismos sitios, a las mismas personas, a los mismos espacios que antes creímos haber dejado atrás.
Todos los kilómetros tienen nombre. Nombres propios que nos recuerdan la soledad adormecida de la piedra, la formación estática de los olivos, el distinto color de cada tierra, los olores de otras lluvias. Tienen nombres conocidos o ignorados. Nombres invisibles, nombres ilegibles o nombres imposibles de recordar.
Los kilómetros pronuncian todas las sílabas del cariño, todos los recuerdos de la infancia, los laberintos del deber. Prorrumpen en sus silencios el miedo a no llegar, la prisa por entender las distancias, la emoción de los abrazos prometidos. Llevan los nombres del amor y los del dolor, los nombres que llevamos escritos con mayúscula en un doblez del corazón. Y hasta nos dejan nombres que no dicen mucho más que la frialdad de una cifra.
No importa cuántas veces se atraviesen en nuestro camino, pero cada paso, cada kilómetro, tiene un nombre distinto, cada vez, según a quién nos lleva, según con quién se recorre.
Los días en cambio, los días, tienen todos tu nombre. Y las noches, también.