Una colección de instantes

enero2025 (Página 1 de 4)

Juego

Me gusta jugar con las palabras en las noches de duda llena. Sugerirles alianzas imposibles, metáforas inauditas y sueños a sotavento de las ventanas. Rizar los rizos de su semántica más tierna y hacer puzles indómitos con lo absurdo de las letras.

Alguna vez las encuentro de humor y al proponerles el trato, aceptan de buena gana. Me sientan a teclear en el sillón para que sienta sus cientos de algarabías en el «pararrisas» de la pantalla.

Entonces se desnudan ante mí, se quitan al vuelo su propio significado y se visten de nuevo para empeñarse en contradecir, oscureciendo los hechos y cambiándose los nombres, enunciados alternos cantados a muchas voces.

Si me despisto un momento, me puedo encontrar a la luna, acompañada como la una, en lo más alto del llano, que ya no está plano, de una tierra que entierra secretos a veces a voces. El sí y el no abrazados a un sino, si no cansino, por lo menos cansado. O me quedo encantado en un cuento que canta canciones de cuentas de colores y me enseña a contar hacia atrás los días pero hacia delante las noches.

Cuando el juego termina, nada es verdad, porque me asusta, y nada es mentira, porque no me gusta. Ni importa un pimiento si es realidad o un invento, o si todo depende del color del cristal o de la fase de la luna. Sólo se entiende lo que se quiere entender, especialmente, si nos gusta.

Sin embargo, entre todas, hay una palabra que nunca se inmuta. Un pronombre personal, e intransferible, que se me pone posesivo. A veces, indeterminado; o incluso colectivo. Que cuando salta sobre los renglones, con su tilde repeinada sobre el flequillo, acaba con el jolgorio y cambia de golpe las condiciones.

Entonces me sobresale el corazón y se me pierde la cabeza, para escribir, con las diez bocas que tengo encaramadas al púlpito de las teclas, caricias de sabores dulces y luces adormiladas de la memoria. Para que cuando salgas tú, sonando a trompeta escrita en esta neblina electrónica, te reconozcas en ella. Y puedas tomarte todo lo que te digo… al pie de la letra.

Cita

Estaba sentado en el bar, yo sólo, en mis pensamientos. Mirando sin gana la pantalla de televisión que había colocada en la esquina más lejana de la barra, a la altura suficiente para nadie en su sano juicio pudiera girar la cabeza y verla con comodidad.

La estancia era oscura con las ventanas al sur y, a mediodía, el fulgor que entraba por ellas cegaba los reflejos de vida que pudiese haber fuera. Eso le daba un aspecto estático y fantasmal, como de espacio suspendido en el tiempo, que atrasaba los minutos de cada reloj para hacer más lentas las historias que ocurrían dentro.

El viso de luz candente del sol de mayo atravesando la empalizada de ventanas, ocultó su trasluz mientras se acercaba y no la vi venir hasta que no llegó a mi altura. Esa fragancia, que siempre lleva puesta como tarjeta de visita, me avisó con dulzura de que alguien conocido andaba por entre las mesas.

Entonces, al girar la cabeza, pude ver su sonrisa embebida en un vestido rojo de tirantes que dejaba ver el mapa hermoso de sus hombros de piel tersa. Nos saludamos sin arrebato, casi con la frialdad de una mirada esquiva, mientras ella rebuscaba en su bolso monedas para la máquina. Cuando se dirigió hacia la barra para cambiar un billete, le ofrecí de las mías, un poco para aliviar el peso del zinc en el bolsillo, y un mucho, para ver de cerca sus manos suaves y blancas.

Se sentó inquieta en el filo de la silla de madera pulida y pidió una cerveza mientras me hablaba. Cogió una servilleta de papel fino y empezó a trastearla, quizá nerviosa, dándole dobleces simétricos sin mirarla. De tanto en tanto, acariciaba despacio el asa de la jarra y la elevaba entre sus dedos para besar con rojo el mar amarillo que oleaba impaciente sobre el borde mismo del cristal.

No es que no dijéramos nada, sino que aquí no importan las palabras que rellenaron el espacio hueco que nos separaba. Al fin, tras un par de renuncios, ya con el bolso en el hombro, se despidió como una sombra que, al salir del bar, vista por la ventana, cambió de color desplazándose al rojo, como las estrellas menudas de otras galaxias.

En la mesa, cerca de donde estuvo, a barlovento de su sombra, quedó un barquito de papel de servilleta a medio deshacer, sin rumbo ni capitán, abandonado a la deriva de la suerte. Atrapado en la mansedumbre del rectángulo inerte, sin sitio ni motivo para escapar. Desamparado de luces y de estrellas. Desvaído en un suspiro sin fin de la memoria. Como se me acaba de quedar esta historia sin ti.

Porque sigo siendo yo el barco embarrancado que se desdobla volcado sobre tu mesa del porvenir.

Meme del pasado

Con una invitación como la que me hizo destino, era imposible no intentar cumplir este meme en el que se cuentan cosas de hace diez, cinco y un año; y se habla de ayer, hoy y mañana. También, en el meme, se hace referencia a los años venideros, pero yo no he escrito nada sobre ellos porque trae mala suerte. No, no soy nada supersticioso, maniático tal vez, pero por si acaso.

No invito a nadie que no quiera hacerlo, pero todos los que pasen por aquí, y les apetezca, pueden considerarse invitados a llevarlo a cabo.

Aquel hoy, el de hace diez años, era un tiempo intranquilo. Una etapa de dudas altisonantes que después resultaron ser banalidades. Me empeñaba en decidir lo que no estaba en mi mano y, claro, me equivocaba en todo. Me apretaban las semanas que duraban meses y los meses que duraban años. Excepto el verano, que pasaba caluroso como la ráfaga de calor que sale de la rejilla de un restaurante al paso de los transeúntes. Pasaron muchos a mi lado sin que les mirase a la cara. Si pudiera volver, los devoraría con la mirada y les diría lo que ahora sé, aún sin saber nada. Por suerte conocí, más o menos en ese tiempo, a los amigos con los que he quedado para mañana.

Para mañana ya no seré yo. Otro ocupará mi sitio y mis defectos. Otro con más barba y con menos pelo. Con más kilos de más y menos instantes de menos. Búho y princesa sentados a la misma mesa, deseando nuevas casualidades que me sacudan la espera del porvenir, mientras termino de decidir si atravieso el espejo o si dejo de vivir en el reflejo.

El reflejo del año pasado sólo me duró una noche de verano, en la que el azar me llamó a la ventana con unos y ceros encerrados en almíbar. De entonces no recuerdo frío, ni calor, ni tiempo, ni brisa. Sólo unos ojos, esquivos primero, tiernos después, que se me fueron deprisa. Y una canción. ¡Cómo hablar, si nos atropelló el momento de la despedida!

La despedida de hace unos cinco años, algo menos, fue la mayor de las alegrías. Después de tantas certezas inmutables, que más tarde resultaron ser tonterías, errores cambiantes, se acortaron los años y los meses. Y con ellos el invierno, que pasó de durar mil fríos a uno sólo. Una lluvia prolongada, sobre los ojos de un niño, me apresuró las idas y venidas del corazón a la montaña hasta que, en un respingo del azar, el mapa de mi mundo se dobló por el sitio exacto para comerse los kilómetros de soledad que ya nunca más quiero atravesar.

Quiero atravesar el futuro montado en el hoy, que es siempre. Encerrado en la cárcel del día a día, me tomo el descanso de mirar por esta ventana a la gente que pasa y me saluda con alegría. Y escribo en voz alta, inventándome una vida que quisiera vivir además de la mía. Un actor en el escenario redondo, que escribe poemas mientras coloca la vajilla y se le cae de las manos. Pintando trascendencias minúsculas en abalorios, sobre el colchón de las tardes. Pamplineando, ya sabes. Esperando, tal vez, que no se me escape del todo el ayer.

Ayer esperaba saber de ti. No sé, un instinto. Seguramente, una corazonada contraria, porque no es que confiara en tu memoria, sino que se desbordó la mía sobre la noche tan clara de luna como oscura de espera. Mientras, en voz bajita, me volvía a decir a mí mismo las palabras que tengo estudiado decirte en la próxima vida.

Trastero

Nubes blancuzcas, hiladas en finas hebras, entrecruzaban la tarde sobre las agujas del reloj, tejiendo una sombra tibia de melancolía que apaciguaba el calor de mayo. Llegaban con la brisa de paso alegre y entretenían al sol en tanto le tocaba volver a su guarida enterrada. Me fijé con esmero en el paisaje altísimo sobre mi cabeza. Para acabar pensando que, cuando se está en el fondo del abismo, sólo se puede escapar hacia el horizonte curvo de la certeza.

Me cegó el resplandor de una oscuridad mortecina, como bienvenida solemne, cuando crucé el umbral de la estancia. Quietas estaban las cajas, ignorantes de mi presencia, aletargando el silencio que las envolvía, allá, sobre los estantes de verde empolvado. Guardianas cansadas de porte arrogante; vigilando inmóviles el tiempo adormilado que amparan, dispuesto siempre a saltar hacia el presente a la primera señal de alarma.

«¡No toques nada!», me decía la voz de un Aladino imaginario que buscaba conmigo entre las cajas, cuando contemplaba el orden de las cosas y no encontraba en ellas otro criterio que el de la desgana. Examiné los letreros garabateados con tinta vieja y temblorosa sobre los laterales visibles de los cartones, sin apreciar ninguna señal comprensible que me diera el norte de mis cábalas. «Bienvenido al paraíso del ensayo-error» pensé, cabizbajeando los hombros en Sí bemol.

Brillaron en un desfile de instantes olvidados, todos los recuerdos liberados de las cajas que, ennegreciéndome las manos y destilándome nostalgia por todos los poros, fui desempolvando en la búsqueda. Infancias propias y ajenas, tesoros antiguos, tal vez juguetes rotos, volvieron a la luz del ahora, tamizados por la distancia emotiva y el desgaste rotundo del ímpetu de mi vida. Un collar de alhajas, engarzado a medias entre añoranzas y abandonos, que se fue perfilando sobre la penumbra vespertina, que entraba ya sin tapujos hasta el fondo de la sala.

No me empequeñeció el corazón la negrura del cielo, rota en el centro por el candil redondo de la luna, que vistió de noche el exterior, sino el gruñido de los goznes de la puerta que encerraba la barahúnda de polvo y reminiscencias que se quedaba a mis espaldas. Porque me di cuenta de lo leve que es la diferencia entre olvidar y recordar sin gana. Porque sabemos que es un tránsito inexplicable y muy doloroso, el que convierte en trastos viejos lo que antes nos parecieron tesoros.

Todos tenemos un sótano, un desván, en donde apilamos sin orden las filas innumerables de nuestro ejercito mudo de estorbos. Todos llevamos uno a cuestas, siempre lleno. Ahora quisiera saber en el trastero de quién tiembla empolvado mi recuerdo, —quiero decir, mi olvido—, esperando sin fin a que unas manos serenas, una tarde gris de primavera, le levanten el castigo.

Con el último cacharro rescatado de la estantería, subiendo las escaleras del patio que terminan bajo el celindo florecido y oloroso, con la noche palpitando en las esquinas, mi último escalón fue el desconsuelo de recordar tus ojos cuando te enredabas en mi pelo y me llamabas, en voz baja, «mi tesoro».

Cerveza

Es posible que sólo sea una casualidad, de esas que tanto me alegran. Podría ser, que lo hubiera escrito una mujer vestida de rojo, después de una cita incierta, tras enredar un plan minuciosamente incumplido y roto.

Pudiera ser, puestos a imaginar, que el temblor que desmadejaba sus manos fuese el mismo que el mío. O que su vestido fuese blanco y yo lo hubiera confundido con un rubor. Que no hiciera calor, que no tuviera sed, que no estuviera conmigo.

Tal vez no hubiera papel con el que hacer un barquito y dejarlo sobre la mesa. Puede que la mujer, se conformara con doblar cuidadosamente las teclas para dibujarlo en una ventana. O, por qué no, se lo cantó Serrat de madrugada, mientras sonaba a la vez en mi cabeza.

Quizá la cerveza era vino, o café. Es probable que no fuese de día, sino de noche. Que no fuese un asunto real, sino imaginario. Una broma pesada del sentido común y la inconsciencia. Un jugueteo del azar, una ola pequeña en mitad del mar, una alteración informal de la trascendencia. Tal vez yo, no era el mismo yo. Ni ella era la misma ella. No importa mucho, a fin de cuentas.

Puede que sólo sea una casualidad, de esas que tanto me alegran. Pero no lo es. Lo sé a ciencia cierta.

Ahora que todo está claro, podemos tomarnos, tranquilamente, otra cerveza. O un café.

Diamantes salados

Cada vez que pasaba por delante del espejo, se miraba en él. No era un asomo de vanidad que le empujara a revisar su atavío que, por otra parte, era más bien juvenil y sencillo. Ni tampoco un vislumbre altanero de alguien que necesitase retocar continuamente una máscara permanente con la que mostrarse al mundo.

Era, más bien, un acto instintivo, espontáneo. Le mordía la curiosidad desde que, por azar, descubrió unas luces cálidas que salían del espejo, si lo miraba desde un cierto ángulo. Observaba con meticulosa atención todos los reflejos durante largo rato, reflexionando, a la vez, sobre su esencia imprevisible y experimentando, con gusto, sus efectos a corto plazo.

Pasaba tan despacio el tiempo delante de él, que era capaz de imaginar vidas enteras reluciendo en su interior, sin tener en cuenta más condición, que la no poner en ello todo el corazón y guardarse un poco para luego. Lo malo es que después, no podía evitar sacarlas del espejo y querer vivirlas de una vez. Y como no podía alterar el mundo que tenía alrededor, escogía pedazos de realidad para ponérselos delante y verlos sonrojarse en su reflejo.

Hasta que un día, era de esperar, no cabe duda, llegó el momento en que ya no sabía a donde mirar. Porque en todas partes veía su espejo, en todos sitios, a cada momento: en la casa y en el exterior, en la vigilia y en el sueño… incluso en el amor. Se sentía incrustada en una trampa de felicidad, en una bomba de relojería que amenazaba con hacer estallar por completo su vida.

Todas las cosas duran eternamente… hasta que se acaban. Y un rayo imprevisto de su lucidez perdida le hizo entender que había que terminar la partida. De un golpe seco, sin dejar de sufrir ni un solo instante, asestó sin gana un adiós definitivo, envuelto en hermosas palabras, en el mismo centro del espejo. La superficie brillante, a ambos lados, se deshizo en diamantes salados sobre el suelo.

Ahora, yo también, cada vez que pase por delante de un espejo, me miraré en él. Para echar de menos, otra vez, las palabras y los besos que, con un claro de su luna, me dejó grabados a fuego en la memoria de la piel.

Reflexiones, refracciones y reflejos (I)

Siempre he sido búho que observa el mundo cuando anda medio dormido. Tengo los ojos abiertos desde muy pequeño y atiendo a las olas por las que navego, sintiendo la espuma y el bamboleo de su superficie líquida. Me fijo en los remolinos, en los peces, en la sal y en el vuelo de las burbujas que afloran jugando con Arquímedes y explotando luego, para perderse en el azar del viento.

No asisto al espectáculo de modo inocente, sino que me gusta enredar el tiempo de la madeja que se devana a mi paso. Mi tacto enturbia o aclara el paisaje, mis pies remueven las piedras del camino. Mi corazón da calor al aire que entra en mi pecho y, cuando sale de mí, se convierte en brisa suave que besa de lleno o en viento que aleja de golpe lo que tenía más cerca.

Este es el principio de mi incertidumbre. Del asombro del efecto que ocurre cuando mi tránsito transcurre despacio. De la forma incontrolable de alterar la vida que me ocurre alrededor y de por qué el azar me persigue tan de cerca, o tan de lejos, que se tiene que apartar para que no le pise los flecos.

Desde que escribo aquí, ha cambiado mi manera de ver el mundo. Ahora tengo un remo, para ir más deprisa y llegar más lejos. Pero me he dado cuenta, quizá tarde, que cuantas más paladas doy, más fuerte desconciertan, más nublan la visión, más salpica el corazón, más misterios burbujean. Y más trepida indecisa mi línea inquieta de flotación.

Confieso no percibir la realidad del mismo modo que antes. Del mismo modo que confieso el miedo que ahora me asalta, cuando dejo colgando a la deriva mis palabras engarzadas en este viento electrónico y fugaz que sopla sin regla fija. Sin saber, si no debiera recoger todas mis letras de sotavento y dejar que se pudrieran olvidadas en un fichero.

La vida, también se altera cuando la miras desde el espejo; porque la imagen que brota en su reflejo, a veces, es más compleja de lo que parece.

Reflexiones, refracciones y reflejos (II)

Es completamente cierto. Leer y escribir en esta pantalla me ha obligado a modificar mi visión del mundo y sus aledaños. Redibujo todas las fronteras con las sensaciones que me llegan desde más allá de las lindes de mi presencia física. Con viajes emotivos que alteran las leyes del tiempo y la distancia, plegando el mundo sobre el lomo de las palabras y desplegándolo luego, como un abanico de posibilidades que refrescan las horas en las que puedo acariciarlas.

Voy con una lupa en la mano, deteniéndome en los detalles que me tocan a la puerta de los sentidos. Escruto los paisajes, como buscando escenarios para los personajes en que me convierto al trasluz de nuevos instintos que voy descubriendo. Mido la luz del sol o la de la luna, como cineasta apostado fuera del encuadre, para fabricar con palabras peldaños pequeños que me suben a otros cielos y poder enfocar, desde arriba, las cosas que me ocurren en cada momento.

Llevo unas gafas de ternura, que amplían las briznas de la nostalgia que se me quedan prendidas cuando me abrazan. Un termómetro preciso, que calcula la temperatura de las palabras con las que archivo los instantes que me desgarran. Un radar sensible, una sonda de crepúsculos que busca sin descanso las sensaciones que me arropan bajo su manto cálido. Un sonar de ausencias imprescindibles, de corazones invisibles que me alientan, desde lo lejos, a cada paso. Y llevo el espejo mágico de la memoria siempre encendido, el corazón en bandolera y una sonrisa de niño, escondida, para un caso de emergencia.

Pero no todo es tan inocuo ni tan sutil, también hay efectos secundarios. Debo llevar cuidado para no tropezar mientras ando con las gafas puestas, para no caer de bruces y romperme todas las certezas. Para que me reconozcan con o sin ellas. Para que me dé cuenta de que las refracciones imprevistas del espejo están ahí al lado, enredando confusiones y maquinando desengaños.

Porque cuando se mira con lupa una flor, en ese momento, es el centro de nuestro universo, pero al apartar la lupa, deja de serlo. Porque cuando se lee sobre besos, caricias y ternuras, pueden parecernos palabras de amor o quedarse tan sólo en literatura. Porque, a veces, para recuperar un misterioso instante, se pierden horas del sueño hermoso que anunciaba la noche expectante. Porque las palabras llevan dardos afectivos que pueden herir a quien no está preparado para recibirlos.

Porque se pone el corazón tan al descubierto, que es imposible que no apetezca cogerlo, hacerlo propio, guardarlo con mimo y llevarlo siempre dentro. Por eso, no es prudente olvidar, ni un solo momento, que delante del corazón que estamos leyendo, también tiembla de levedad, el cristal del espejo.

Y si se rompe un espejo, como sabe todo el mundo, ya no tiene arreglo. Mejor entonces, romperlo juntos.

Ruido

Bendito tiempo en que la noche acaricia con sus brazos frescos de río los azotes que el día infligió con látigos amarillos de doce colas. Que me deja respirar las esencias pretéritas de las estrellas, que titilan al verme, salpicando el azul nocturno de un cielo quedo que anhela verano en el horizonte.

Es tiempo de pensamientos, aquí, en este insólito armisticio de la vida que ocurre en mi patio de baldosas descoloridas de sol y de paredes encendidas de vigilia. Vuelos delicados sobre los viejos asuntos de siempre, que se convierten en nuevos otra vez. Derrota consentida sobre el mar de las palabras que embiste con olas de locura bañadas en el cuarto menguante de la luna.

El relámpago de un ruido me saca del torbellino interior. Es la cancela de un vecino que ofrece gratuitamente su delación a la atención de todo el vecindario. Alentadas por su éxito de público, arrancan en una melodía incoherente, modulada sin ritmo ni patrón, los instrumentos de madera de la orquesta de puertas indiscretas de la calle adyacente.

Los metales de las cocheras suben el tono del concierto con su estridencia de cuchillo que rasga el aire. Un coche que intenta aparcar sosiega el estribillo con su bajo continuo y torpe. Suenan algunas voces esbozando una letra deshilada de llamadas y órdenes. Una moto, que sube la cuesta, ejecuta un solo sublime que eriza la piel y retiembla en los cristales emocionados que se despiertan del duermevela. Sólo en el calderón de los camiones se puede sincopar esta música, que acaba en aplausos de agua de llave sobre el estanque de peces, al otro lado de la calle.

Queda un silencio atravesado de hojas silbadas por la brisa, que permite escuchar cómo se acerca el verano ajustando su paso al de las horas. Vuelvo a la melancolía de la palabras sin escritura, rondadoras habituales en mis noches exhaustas de luna.

Allá, arriba, baja la persiana de aluminio, desgranando los adioses de sus agujeros al mundo que se van cerrando en fila, no sin antes dejarme ver en ellos el resplandor de una luz somnolienta que parpadea ordenadamente con invitaciones de compañía.

Conocer estos ruidos me enciende la verdad de saber que no estoy solo. Que no soy ciego que necesita huir de su propio laberinto de campanas. Que me acompañan en mi propia melodía, los armónicos impredecibles de este ruido de fondo anárquico. Como mi ruido se acopla con ternura, al de las otras voces de mi vida.

Huyo del vacío y me dedico a escuchar este ruido de fondo que, sinceramente, agradezco.

Favor

Me gustaría olvidar cada noche un recuerdo, diferir un instante, diluir un deseo. Entramar fantasías extrañas en algún lenguaje infalible, para deshacer los destellos de tu mirada y articular, con ellos, una palabra que pueda mantenerte lejos sin clavarme otra lágrima.

Aún fluye la noche sobre tu piel y se te derrama por los ojos. Aún me requeman en la memoria de lo increíble, los acordes del arpa que arañé entre tu pelo. Aún me mueve los pies, aquel baile de sonrojos que anunció con murmullos el comienzo de este sueño inextinguible que no se deja disolver poco a poco.

Es difícil olvidar el cielo cuando se vive entre las nubes. Cuando todo se reviste con ausencias de cristal intermitente. Cuando el breve momento en que no estás se interrumpe siempre con las piruetas de tu nombre en una ventana. Que nunca se cierra ni se abre sin que andes tú detrás, encerrada, quién sabe si para no verme.

Necesito que me hagas un favor, otro más, tal vez el último. Que, un día de estos en que apriete el calor, seas tan amable de dejar de serlo por un instante y me dediques, con tu mejor intención, un frío gesto de desaire.

Porque las manchas de ternura no se borran con azúcar. Sólo se quitan con vinagre.

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