Debí ser humano en otra vida porque al asomar mi cabeza del agua y ver a aquellas frágiles criaturas sentadas en una sombra, huyendo del sol, sentí una compasión profunda.
Su cuerpo escuálido y lleno de apéndices, las hebras de colores que tienen por todo el cuerpo y sus aletas llenas de dedos son impedimentos para vivir en el mar. Incluso su piel reseca necesita una protección externa, como si fuese la muda de un cangrejo, que algunos se ponen para entrar en el agua.
¡Se ven tan débiles manteniendo el equilibrio sobre dos de sus patas! Y, sin embargo, dicen los estudiosos, que los ruiditos que emiten entre ellos sin parar, mientras se enseñan los dientes y tapan y destapan sus ojos, demuestran su inteligencia.
No sé. A mí me costó poco domesticarlos. Bastaron un puñado de cabriolas, una ración de mojigangas y algún que otro salto, para que aprendieran rápidamente cuando tenían que darme pescado.
¿Qué si echo de menos el mar? No, no, porque ese mar que cantan los poetas y en el que nunca han estado, es en realidad un infinito desierto de agua; sin otra distracción que contar estrellas, desafiar calamares en el abismo o asustar a los peces de colores del arrecife.
Prefiero estar aquí, tranquilo, sosegado, viendo el desfile de las criaturas que pasan por mi lado. Intentando descubrir en ellas tu rostro puntiagudo que se repite en mi sueño. El sueño que siempre empieza cuando, al verme en el acuario, te empiezas a enamorar y, al contacto con el agua salada, tus piernas humanas se convierten en una aleta caudal bien torneada.
Mientras espero verte llegar, pasa la vida, como pasa el azar, y sigo nadando mi rumbo, divirtiéndome con los asuntos de mis congéneres, escuchando sus historias y relatando mi propio anecdotario.
Como cuando aquella primavera ¡qué absurda imaginación!, le conté mis anhelos a un delfín nuevo que llegó. Y no se le ocurrió más que la peregrina idea de que, tal vez, los humanos, también sueñen con sirenas.