Una colección de instantes

septiembre2024 (Página 1 de 3)

Latente

Desde aquí, veo deambular pasajeros que cambian de trenes llevando a cuestas equipajes voluminosamente llenos de arena de su propio desierto. Miro impávido sus pasos desconcertados, que no saben si hacer caso al instinto básico de permanecer estáticos o a la pulsión inextinguible que nos empuja a cambiar de tiempo y espacio en cada tictac del corazón.

Algunas de esas personas, se alejan de mí sin decir palabra o, lo que duele más, dicen adiós con el imposible en la boca de conservarme a la misma distancia que cuando dijeron hola. Otras giran, sin parar, en su propia órbita, equidistando la longitud de su onda con mi centro escurridizo de gravedad.

Y, en este baile de abejas sin colmena, de tanto en tanto, alguna se me acerca hasta traspasar con letras el límite difuso que separa el aquí, el allí y el más allá. Para dejarme la sensación, que no sé si es real o imaginaria, de haber existido un instante en alguna anomalía fronteriza entre el trozo de sueño que llamamos vivir y la parte de vida que consiste en soñar.

Un instante que nos desubica del mundo cuando la memoria lo agiganta o lo achica, lo revuelve y lo transforma sin piedad, siguiendo su propia voluntad insondable, quién sabe si espiritual o tan sólo neuroquímica.

Un paseo único, minúsculo, por la voz de otra vida contigua y tan frágil como la mía. Un instante que hace crepitar el hielo que se me acumula sobre los hombros encogidos al frío de la existencia, en capas sucesivas de soledad.

Pero aquí, latente, esperando que el deshielo del tiempo acabe con el invierno de mi corazón, no puedo evitar la dolorosa sensación de estar anclado, de ir en un tren que no viaja, de no ser yo quien se mueve.

Sino que es la vida, esta otra vida, a donde parece no llegar nunca la primavera, la que, de vez en cuando, me va cambiando el decorado de la estación en la que ahora estoy parado… latente… mirando siempre hacia fuera.

Brillares

El ruido de la mañana se amortigua en los álamos cuando me encuentro y me pierdo entre los chinos del patio. Los duendes, entretanto, inventan mundos imaginarios en los que es difícil entrar sin el pasaporte de la fantasía desbocada.

Yo los miro ausente, inquieto, azotado por una extraña melancolía de ramas que verdean con hojas chiquititas y que se doblan al viento incómodo que viene del río.

El sol juega al escondite con las nubes, que cambian rápidamente de sitio para que no las encuentre. A veces, entre partida y partida, se para el aire y el sol encandila como una primavera asomada al horizonte.

Entonces llega el duende más alto, gritando mi nombre, seguido de su cohorte de ojos fascinados por el maravilloso suceso. Al llegar a mi altura, en mitad del patio, me enseña la palma de su mano ahíta de escarbar en los chinos, mientras los demás hacen gestos que atestiguan la veracidad del milagro.

——¡Mira! ¡Me han salido «brillares» en la mano! ———dice gritando con todas sus fuerzas como si estuviese al otro lado del río, como si nos separase un huracán de distancia.

No he podido menos que sonreír ante la contundencia del anuncio y la belleza de la palabra en unos labios tan diminutos. Y, efectivamente, en su mano relumbraba el sol en el polvo de cuarzo de la grava que se le había quedado adherido.

———¡Vaya! Tu mano es mágica ———que es una verdad de la que no me cabe ninguna duda——— y con ella puedes sembrar estrellas. Pero tendrás que tener cuidadito para no perderlas.

Siguieron su paseo triunfal, enseñoreando «brillares» y abriendo bocas al asombro en todas las criaturas que transitan por la magia de la vida con pasos todavía pequeños. Hasta que al final se acabó el tiempo imaginario y las manecillas del reloj nos convencieron para recoger los trastos y ordenar la fantasía en una fila.

He seguido dándole vueltas a la palabra durante toda la tarde. Me he revisado mil veces, buscando en mis manos la marca de sembrador de estrellas, por si encontraba pistas de en donde me las dejé. Por si todavía, rebuscando, pudiera encontrar alguna.

En este otro patio de mi vida, ahora languidece la noche apenas sostenida por la luna. No, por mucho que busco, no encuentro «brillares» en mis palmas. Debe ser que se me cayeron todas las estrellas y las perdí para siempre en las tantas veces que sacudí las manos para decir adiós.

Y no puedo evitar la duda sombría de si el duende más alto también las perderá y se preguntará algún día en donde las dejó. Como yo estoy haciendo ahora, en esta noche tan fría para el corazón.

Costumbre

Es tiempo solitario el de la tarde que se cierra, el del cielo que se empaña a gris, el de las pupilas que se abren buscando la luz escondida en poniente. Pero a mí me gusta ese instante de luz tenue, ese lapso de tiempo en que el hilo blanco y el negro consiguen llegar a un acuerdo de apariencia.

Ese es el momento geodésico de voluntad más perezosa, cuando comienzan todas las inmersiones melancólicas en el horizonte. Ese es el punto que siempre elijo para empezar mis viajes al infinito y hacer cabriolas en el aire.

Porque, entonces, a nadie hago daño cuando vuelo todo lo alto que puedo. No sufren de vértigo mis pasajeros en el despegue, ni tienen que aprenderse las salidas de emergencia de mi sueño, ni importan los pies de altura cuando alcanzamos juntos la velocidad de crucero.

Ni siquiera tú sabes cuándo te invito a surcar mis sueños. Ni siquiera yo sé, qué forma tendrán las nubes que atravesaremos. Pero ambos sabemos, que no hay que abrocharse el cinturón, que es mejor dejárselo suelto; que no habrá más turbulencias que las que dicte el deseo, las de mis manos ansiosas, mariposas de dedos que te acarician al vuelo y aterrizan en tu piel.

Hace ya tiempo que adopté esta costumbre gozosa de soñar despierto, aunque sé que puede parecer rara. Me impulsaron aquellas palabras tuyas. Era ya tarde, de madrugada, y yo sólo te dije la verdad de mi mente pastosa: que no es posible dormir cuando se está contigo, ni siquiera un poco.

—Y a tu lado —me respondiste con un piropo—, es imposible no soñar.

En eso confío cuando entorno los ojos a la luz de la tarde que se va apagando. En que sea imposible soñar y no seguir a tu lado.

Perdido

El viaje fue un laberinto de calles, una mala jugada de la memoria. Pensé que recordaría fielmente el camino por el que me llevaste, creí tener tu hilo en mi mano. Pero no supe ver que estaba perdido.

Me dí cuenta tarde de que, aquella vez, yo no miraba otro paisaje que el tiempo que nos reunió. Que no tuve más hilo que el de tu voz. Que no quedó en mí más trayecto que los dos últimos pasos de baile que dí antes de abrazarte.

En mitad de aquella plaza desnuda me sentí perdido. Fugitivo, atado al teléfono como salvoconducto, extraño en un decorado desconocido, solo en medio de una nada rectangular e indiferente. Y sin embargo, insólitamente alegre.

No te reconocí hasta que la miopía no descorrió su velo y el punto negro que vi moverse acabó convirtiéndose en un tú sonriente y tierno. Yo seguía perdido, desubicado, perennemente expulsado de todos los paraísos. Preguntándome insistentemente qué era lo que hacía allí. Y sin embargo, inexplicablemente alegre.

El soplo de noche que me prestaste fue un suspiro. El trozo de vida que me dejaste compartir fue una prueba palpable, estoy seguro, pero no sé bien de qué. Tu mano en mi hombro me hizo atravesar la insondable frontera del tiempo y refrescó tus últimas huellas, las que nunca quiero perder.

Yo estaba perdido desde el principio, me ganaste y perdí, y aunque me fui perdiendo mientras te oía decir que cuando volveríamos a vernos, no supe más que perderme superponiendo recuerdos en la gran pantalla de lo que viví.

El retorno fue un laberinto de calles, una sopa de letras, un crucigrama de señales. Cada cruce anunciaba mi extravío, en cada plaza irreconocible renovaba mi desvío. Anduve descaminado y errante hasta que el azar se apiadó de mí y pude ver, en vuelo rasante, el cartel adecuado que me indicó el camino de regreso al aquí.

Tan alejado estaba, tan aturdido fui, que cuando por fin llegué a casa, comprobé tácitamente que aunque ya estaba aquí, antes estuve allí perdido y alegre. Lo más extraño de esta perplejidad inconsciente es que todavía hoy me siento perdidamente alegre.

Y todo por volver a verte. Como tú decías, espero pronto nuevas averías.

Quinientas cincuenta y nueve

Para poder mirar atrás y que salgan redondas las cuentas, no hace falta más que esperar el número oportuno, la conjunción precisa de los planetas, la exactitud de los ciclos.

Y entretanto, vivir o, mejor dicho, ir viviendo. Combinar los momentos en los que falta el aliento con aquellos otros en los que el mundo se detiene un instante. Levantarse y caer, perderse y perder, encontrar otra vez el camino. Conmover y ser conmovido.

Hace exactamente un año que nadie lo supo, del mismo modo que ahora todo el mundo lo ignora. Porque es difícil verlo desde estas letras que no llevan la cuenta exacta de los calendarios. Su misión es otra, más profunda y, sin embargo, más sencilla.

Pero para poder adivinarlo hubiera sido necesario asomarse más adentro. Romper la frontera del espejo, atravesarla por un resquicio y mirarme de lleno. Entonces se podrían haber entrevisto las canas que dan el testimonio de una vida, la frente despejada que acumula sol en el fragor de la melanina, la barba blanca que insiste en parecer siempre recién salida.

Entonces se hubieran presentido las quinientas cincuenta y nueve lunas que han pasado por mis ojos a la velocidad de un rayo incesante. Podrían revelarse los dardos recibidos por la palabra y esta pluma efervescente que hace cosquillas a los recuerdos para que se conserven.

Camino llevando dentro mi propia suerte, continuo mirando atrás, de vez en cuando, para reconocerme y saber por donde piso. Persigo seguir amando con mayúsculas las cosas minúsculas que me ofrece el azar. Pero, sobre todo, sigo necesitando saber que estás ahí, aunque, como en este instante, no tenga nada interesante que decir.

Quiero exprimir mi tiempo, notar cada segundo que me atraviesa. Seguir volando cometas mientras navego todos los mares con los pies en la tierra. Y buscar la ternura que alimenta esta lucecita, esta vida que vivo de letras que, de tanto en tanto, me recuerda que no soy yo. Que aún no soy yo.

Tu voz es el hilo del que tiro para salir indemne del laberinto. Pero, hasta ahora, no se le había ocurrido a mi corazón que, tal vez, también mi voz pueda ser tu hilo. Por eso te presto este trocito, para que, si alguna vez nos encontramos perdidos, no sea nunca en la traducción.

Vino y chocolate

El mismo cielo que encendía la tarde y embriagaba más que el vino, el mismo cielo que dejaba espacio al sol para que calentara tu piel y entornara mis ojos hacia tu sombra, ha cerrado la noche con nubes de un agua que cae indecisa a mi alrededor.

Así es la realidad. Así ha sido siempre, impredecible y caprichosa, cuando quiere parecerse a la fantasía. Del sueño de tenerte dentro, de la imaginación de sentir tus manos, he pasado, en un momento, a ver tu risa de niña a mi lado.

Pudo ser somnolencia de alcohol, letargo inducido, amodorramiento interior o espejismo. No puedo saber si el tacto que tiene una ilusión puede confundir mis sentidos y enredar mi corazón. Es imposible comprobar si es que la fuerza de un deseo pueda conseguir una catarsis que altere las leyes del universo.

Quizás no hubo un remolino de letras danzando por el patio. Posiblemente, nadie levantó casas en las nubes para que las habitaran los mismos duendes que las harían caer con un soplo. Tal vez no era tu mano breve de niña traviesa la que derretía la belleza del chocolate amargo.

Miro las nubes que esta noche gotean silencio y pienso en el sol que doraba esta tarde tu rostro por debajo de las gafas. En la blanca palidez de una pared encalada que echaba chispas de fuego y que ahora supura cristales de agua que se pierden en hilos que apenas mojan la negrura. Y sé que, en contra de lo que parece, escondido en lo que se desvanece, siempre ha sido el mismo cielo.

Así es la fantasía. Así ha sido desde el principio de los tiempos, caprichosa e impredecible, cuando quiere parecerse a la realidad. Me perderé, una vez más, en tu risa de niña, en el vuelo de tu pelo, en la magia inverosímil de este cuento.

Y seguiré mirando al cielo, a este mismo cielo, sin querer saber si, esta tarde, tú me tuviste dormido o fui yo quien te tuvo despierto.

La lengua del viento

Aparece húmedo y tibio, el viento es una lengua que se engatusa en mi oído. Me extravía el cuerpo con el vello puesto de guardia y me hace escuchar el estruendo del mar cuando enrosca caracolas en alguna playa.

El viento es la lengua del azar, el idioma de lo imprevisto, que nunca se traduce hacia delante sino hacia atrás. Trae un instinto del poder de la mariposa que vuelve loca mi veleta y me empuja a girar letras que no me llevan a ningún sitio.

El viento es una lengua de mar que entra sin avisar y me pone a bailar abejas que zumban por el patio con un vals de ruido negro y amarillo. Me levanta a barlovento las alas escondidas, hincha mis velas agazapadas en la rutina y, de paso, como travesura inocente, me enturbia las gafas y me revuelve el flequillo.

Lame caminos en la piel de la tierra y hace cantar a las hojas porque, el viento, es una lengua remota de la que pocos han oído hablar. Y pocos saben escuchar su lengua inquieta que da vueltas, de habla incansable, que me entra y me sale por la boca del cielo y me deja sin aliento y sin saber hacia dónde volar.

Quiero decir, que tu lengua es el viento del azar que recorre montañas en mi pecho y escala por mi espalda un sendero de escaleras que me atraviesa el corazón por el medio y de par en par.

Y digo también que tu lengua es el viento que me duele en la cabeza, jaqueca de pasar sin detenerte, que curas mirando atrás, hacia el levante del deseo. Tu lengua es el viento que se engulle este fuego que me arde tan adentro que sólo se puede sofocar con los hilos de lluvia dulce que son tus besos.

¿Es que tú no sientes, embriagándote esta tarde en el viento de abril, ese rumor casi infantil de lenguas incontenibles? ¿O acaso tú no recuerdas, también, cómo se nos afilaba en la cara este huracán imposible de lenguas febriles y desatadas?

Orfebrería

Exactamente silencio era lo que había. Pero no esa clase de silencio que te corta la respiración y te zumba en los oídos con el aire de un arco en tensión a punto de soltar la flecha.

No, más bien era silencio ruidoso, de esos sin palabras, de esos en los que manda el grafito de las cabezas concentradas. Silencio de taller, en el que el sonido de las sillas y el papel girando sobre la mesa no te molesta para escuchar lo que piensas.

El niño de los ojos verdes, en un parpadeo de la mañana, me miró desde tan abajo como siempre para decirme, en su lenguaje, que tal vez música era lo que faltaba.

———¿Por qué no cantamos la canción de las luces?

La verdad es que no tenía previsto cantar en ese instante pero, además, me sorprendió la propuesta. De todas las canciones que alguna vez habíamos cantado, no recordaba que ninguna hablase de luces. Por lo menos así, especialmente.

———No sé qué canción dices. ¿Yo la he cantado?

———Sí ———me responde———, muchas veces. Era una canción para levantar las luces.

Mi cerebro de adulto gestiona los recuerdos de otro modo, más lógico quizá, pero menos fresco. Y gestiona la imaginación de otro modo, más absurdo quizá, pero también más atado a la realidad. No tenía ni idea de cual era esa canción sobre el asunto tan raro de «levantar luces».

Conozco canciones de animales, de estaciones, de corro y pasacalles. Estribillos de carnaval, canciones de excursión, cantinelas, trabalenguas, retahílas y, cómo no, las de las series de dibujos animados que salen en televisión. Pero, esa no me sonaba de nada.

———Sigo sin acordarme. ¿Por qué no empiezas a cantarla tú para que vea la que es?

———No me la sé ———y aquí me aplastó con su lógica aplastante———. Por eso quiero que me la cantes.

Entonces, al fondo, el niño de los ojos despiertos levanta la vista del cuadernillo y abre la sonrisa de empollón que se las sabe todas, al tiempo que suelta el lápiz sobre la mesa.

———¡Ah, ah! ———dice canturreando como para darse importancia——— Yo me la «sabo». Es una «mu» chula.

———Pues venga, cántala ———le dije yo, deseando salir de las ascuas y a punto de cavilar sobre cuestiones de edad y memoria. Pero el chaval tardaba en arrancarse y tuve que animar———. Vengaa… ¡Empieza hombre!… ¿O es que no te la sabes?…

Yo esperaba una canción infantil, un cuento a medias, una poesía trotona de soles y mariposas, la historia de una bombilla… Pero me tuve que agarrar a la silla para no caerme de risa cuando empezó a cantar:

———Annnn daaaaaa…. luu uu uu uu cessssss…. Leee vannnnn…. ta a a arossssss…

Cada paso que damos, cada segundo que transcurre, algo le ganamos a la vida. Pero, al mismo tiempo, también hay algo que vamos perdiendo, como el oro que, al labrarlo, va soltando esquirlas que eran, en sí mismas, tan hermosas como la medalla que resulta al final. Como una perla, que al bruñirla suelta esas capas adheridas que la hacían ser única entre todas, mientras que, ahora, es indistinguible de las otras que se esclavizan en el collar.

Nunca imaginé, cuando era pequeño y tenía toda la vida por delante para ser futbolista, médico o bombero, que acabaría siendo un orfebre que talla diamantes y ríe perlas.

Sirena

Practicando el aquí y el allí, he podido asomarme al río para ver su agua turbia y sentir su viento húmedo. Para observar, con ojos turbios también, la vida que me pasa de largo sin que yo pueda retener ni siquiera las gotas más cercanas.

La fuerza de la corriente sobre el azar del fondo forma resaltes, cordones, trenzas de agua que peinan el cauce. Los puentes parecen las manos de una sirena que deja caer sus dedos lánguidamente sobre el fluido que se empeña en llenárselos de anillos.

El viento agita la respiración mientras cala los huesos. Y aprieta en la garganta con el zumbido imparable de una soledad que te desdibuja del mundo. En la orilla, viéndolo correr sin descanso, no importa nada, sólo el río, sólo su tránsito persistente; tan sólo queda dejarse llevar por la corriente, por su energía descomunal y continua, que va haciendo navegar minutos por las manecillas, entre salpicaduras de agua.

Practicando el antes y el después, vuelvo a descubrir que no soy el mismo, que sólo soy un espejismo que se nutre de las costumbres adquiridas. Que no es que el mundo sea pequeño, sino que siempre llevamos a cuestas nuestro pequeño mundo y nos hace falta algo más que otro paisaje para salir de él sin perecer en el intento.

Porque practicando la realidad y el deseo, tristemente lo confieso, he podido saber que yo no he sido río, que no eran trenzas mis brazos. Como tampoco fueron nunca puente los dedos de tus manos.

Aunque sí te digo, lánguida y extraña sirena que siempre tuviste los labios en el mar y los pies en la tierra, que hay ojos por los que no quisiera, de ningún modo, pasar de largo como el agua turbia que todos los ríos se llevan.

Adolescente

La plaza del Pilar se esconde del río, pero no puede olvidar su aliento. Un soplo húmedo que la recorre intempestivamente, como queriendo barrer las hojas secas que nunca podrá tener el suelo sembrado de árboles de hierro que sólo florecen al oscurecer.

Ahora, en esta mañana de domingo de un abril tímido e incipiente, el sol insistente va arrebatando, despacio, el hueco que ocupaba hasta hace un momento la sombra de hielo en los bancos del lateral.

A pesar de todo, tengo que encogerme en el abrigo cuando deambulo por las calles estrechas que hacen del viento otro río, más real, más abierto, que va anegando los huesos y achicando los ojos al frío.

No camino hacia ningún sitio concreto, sino hacia una hora. Un paseo por el tiempo en su avance parsimonioso, tal vez, una pérdida o una derrota. Me dejo resbalar en los minutos que me llevan impaciente a dibujar círculos en la plaza. Buscando, a ratos, sol que ahuyente todas las sombras, especialmente, las que llevo a cuestas allá por donde voy.

Tiembla en el bolsillo la hora exacta de la cita, seguida de tu voz por dentro de mi oído. Me miro desde arriba, solitario en mitad de la plaza, paralelo al río con la mirada perdida, con la voz emisaria, con las manos vacías.

No encuentro qué decirte. La barba blanca que me rasco con la otra mano como arma defensiva no es garantía de madurez ni símbolo inequívoco de la edad. Es sólo un disfraz del que es difícil despojarse, pero que resulta evidente cuando, al otro lado, notas que no sé cómo hablar.

Sin él, como ahora, me resulta imposible no sentirme tan absurdo, tan simple, tan adolescente… Y quisiera crecer deprisa, en un instante, y llegar a hombre antes de que se agote la conversación y estruje el móvil en las manos para no tenerte que decir adiós.

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