Afuera, la luna está redonda en el cenit de un cielo blanquecino y malhumorado. Un viento gélido baja desde las cumbres altas y el rumor de su frío, que llega de todas partes y resuena en todos los ecos, ha dejado transparente el paisaje.
Un instinto de escaleras me llama desde el patio. Ahí, plantado, en mitad de esta noche de estrellas, el universo me parece más cercano, más visible. Necesito salir afuera y atravesar la barrera de los sentidos para sentirme libre.
Quiero apartarme de mí, confundirme con la materia de la que están hechos los sueños; y me alejo deprisa con un ansia infinita, con una necesidad innombrable, con una urgencia asfixiante.
Cuando yo ya no soy yo, cuando consigo mirarme desde lejos, percibo los instantes con más claridad. La memoria dispersa su niebla, las certezas se disuelven en el azar y el corazón cobarde va desgranando sus secretos.
Es entonces cuando comprendo que la vida es una pluma pasajera que va escribiéndome dentro todo lo que me pasa fuera.
Y que esta otra pluma, impredecible motor, sólo se enciende y escribe para devolver las letras invisibles que la vida me prestó.