Una colección de instantes

junio2024 (Página 1 de 3)

Evidencia

Se despertó agarrada a un gemido, envuelta en sudor, emergiendo con un lento y pesado pestañeo de entre las brumas de lo imaginario. El frío de la realidad, sobrevenida sin aviso, la golpeó con fuerza, dejándole la cara vacía, blanca, trémula.

Se enderezó para sentarse en la cama, en mitad de ese nublado espeso con que nos recibe la luz entornada de la vida cuando volvemos a ella. Todo parece estar bajo las sombras, hasta que, poco a poco, se aclara la estancia cotidiana que nos acurrucó bajo las sábanas y deja de ser irreconocible, para quedarse quieta, por fin, cuando ponemos los pies en el suelo.

El segundo empleo de las manos fue despojarse del pijama. Un acto íntimo, inseparable de la privacidad más completa, aunque no se haga a solas. Tan secreto como el preciso instante en el que se pliega la conciencia, doblando el mapa de lo visible sobre la cara del sueño.

Sintió la piel erizada por dentro y estudió detenidamente la dulce evidencia de sus pezones florecidos, que se mantenían encendidos y expectantes. Intentó dibujar en ellos, con un roce cauto, el perfil de los fantasmales labios que ocurrieron y que existieron tan sólo el momento necesario para degustar fresas a oscuras.

Notó caminos en su piel, caminos recorridos bordeados de besos, que aún palpitaban provocándole un hormigueo continuo, suave, casi tierno, que la transportaba de nuevo a los brazos sólidos en los que estuvo inmersa. No sabe cuánto tiempo —¿quién miraría el reloj en ese momento?—, pero lo poco que pareció durar sí que lo recuerda con un tenue halo de desazón.

Después pudo comprobar, en un tacto tímido e incrédulo, que todo su sueño se había estado derramando por entre los más sensuales vericuetos de sus piernas encogidas. Aún pudo alcanzar con sus dedos las últimas gotas rezagadas, que parecían querer huir hacia la ropa interior; para no ser descubiertas y así volver, intactas, al profundo refugio de la vida imaginaria.

«Soñar es vivir», se dijo para sí, mientras decidía si tapar todas las huellas y enterrarlas profundamente en la realidad bajo el agua caliente de la ducha. Soñar también es vivir, porque la vida no tiene partes, ni entreactos ni fases. Porque la vida es toda una y, aunque nosotros no lo creamos, al cuerpo jamás le quedan dudas al respecto.

Soñar también es vivir, pregúntale a ella si no, pregúntale cual es el no sé qué que hay detrás de su sonrisa mientras mueve la mirada perdida sobre la taza de café. O pregúntame a mí. Pregúntame si soy yo quién se cuela cada noche en su sueño, y por qué también me despierto, cada noche, cuando se despierta ella.

O la verdad bien podría ser exactamente lo que imagino, que aquella es la única realidad y que, ahora, yo sólo estoy soñando que escribo.

Dorian

Hay veces que me asusta mirarme en el cuadro, en ese que me regalaron los amigos. Ellos decían que salía favorecido, distinto. Con la piel más lisa y el pelo más negro. Con cara tranquila, como de saber bien lo que hago.

Después, pasado el tiempo, el cuadro fue cambiando. Envejecía, se arrugaba, exageraba los gestos y palidecía de miedo a ser descubierto por otros ojos distintos a los míos.

Yo me veía igual, idéntico, siempre con la suerte de cara y con el rostro pausado que se tiene cuando se aparenta no haber roto nunca un plato. Pero ya no miraba el cuadro y sus defectos, que eran los míos sin que yo quisiera saberlo. Lo tenía tapado con un velo translúcido, de esos que no dejan pasar más luz que la que envuelve las sombras.

Prefería mirarme en el espejo de otros ojos más cálidos, menos inquietos. Ojos que me devolvían en la imagen un cierto misticismo intrépido que, reconozco, me sentaba bien y por eso adoraba creérmelo.

Es tan fácil engañarse, verse siempre como uno cree ser, omitir los dobleces y las arrugas y tersar la piel imaginaria que nos cobija. Pensarse desnudo y fuerte, como vestidura resistente a la fragilidad que nos encoge por dentro la vida.

Y es tan sutil el velo, tan etéreo, tan sencillo romperlo, que, queriendo o sin querer, el propio o el de los demás, se rasga con facilidad ante cualquier contratiempo, justo por el sitio exacto que más quisiéramos tapar.

Corro a remendarlo, no es inútil mantenerlo puesto. Para ocultarme de los demás, también, claro, pero, sobre todo, de mí mismo. Para poder inventarme y ser otro que me guste más, aunque no exista.

Hay algo de ese cuadro en todos los cuadros que pinto. Por más que me empeño en mirar lejos, a otro lado, apenas llego más allá de donde alcanzan mis manos. Ahí empiezo el irremisible viaje hacia dentro. Al menos tengo el abrigo de la literatura y nadie nota que me pinto muy mal.

Aunque hay veces que me asusta mirarme en el cuadro, lo que me hace temblar es que tú lo mires. Porque tú me conoces, por lo menos un poquito, y contigo no me puedo engañar.

Así pues, regresar

Así pues, regresar es también difícil. Quizás, incluso más que irse, porque requiere más maniobra, es un proceso más delicado y tiene peligros que no se ven.

Volver significa reencontrarse con dos fracasos, con el que dejamos al irnos la primera vez y con el que traemos a cuestas. Nos acecha el peligro de justificarlos, de no dejar nunca de tenerlos presentes, de estar en inferioridad de sentimientos.

Además, hay que andar con pies de plomo, y eso es pesado, cansino y frustrante. Mirar con lupa en donde se asienta cada paso, para no tropezar con las huellas falsas que dejamos, espejismos que creemos haber dejado; para no recorrer de nuevo el mismo camino que nos hizo huir.

Tocar a la puerta y esperar que haya alguien, que te den permiso para entrar, como a las visitas, pero queriendo quedarse, analizando la posibilidad de no sentirse extranjero en donde ya alguna vez estuvimos como en casa.

Más peligros se ciernen, porque uno tiene la primera impresión que todo está como estaba, y no, nunca pasa, nada es igual aunque parezca lo mismo, todo cambia, todos cambiamos y lo cambiamos todo.

Hay que deshacerse de los que fuimos, para que no interfieran, pero, al desaparecerlos, vemos que se esfuman también la razón y las ganas que pusimos de parte del regreso. Porque lo transcurrido alarga su sombra y lo sucedido entre el antes y el ahora no parece nunca tener fin.

Entonces rumiamos continuamente el peso de las acciones, el volumen de las ausencias, la anchura del dolor. A veces son los demás quienes nos lo exigen, pero siempre nosotros mismos. ¡Y es tan difícil justificar con la cabeza correcta lo que hicimos con el corazón equivocado, o viceversa!

No queda más remedio, al fin, que llegar a un consenso con las ausencias y los recuerdos, remendar las fotos rotas aunque se les note el arreglo, hacer otra copia de las llaves del armisticio y fumarse por dentro la pipa del «nunca más». Desempolvar la palabra cariño y estar dispuestos a perdonarse y a perdonar todo lo que decidimos dar por desaparecido.

Así pues, es muy difícil regresar, porque nunca se sabe cómo, ni a dónde, ni con quién; y porque te das cuenta de que el mundo no se está quieto, sino que se mueve, que esta sensación de brevedad, de estar en tránsito, es lo único que no es pasajero, lo único que no es fugaz.

Lo mires como lo mires, querer volver es refugiarse sin saber hacia donde ir. Pero lo que más me cuesta admitir, sabiendo como sé que regresar es imposible, es que yo te dejara marchar cuando tú, eso decías, ni siquiera querías irte.

No fue la lluvia la que vino

Por la senda de las luces, por el camino de las rayas blancas guardianas del viaje, la luna llena empezó a ocultarse entre las nubes silenciosas y grises hacia las que me dirigía.

Apenas transcurridas veinte luces, la noche empezó a dejar un mensaje Morse de gotitas en el cristal, alargadas unas por el viento y otras redondas por la gravedad, en el que no supe descifrar todo el silencio pasado que se iba quedando hundido.

No fue la lluvia la que vino, sino que fui yo quien salió a su encuentro, cada vez más monótono, más espeso, atravesando el aguacero que me recibía ladrando paciente y alborotado, como si regresara indemne de un destierro sin final.

La noche se me fue restregando, espachurrándose, haciéndose líquida, deformando el paisaje en una acuarela lívida que derramaba los colores y las formas sobre el paisaje.

El vaho acudió, como una niebla en el espíritu, pintando fantasmas donde antes hubo casas y semáforos, cuando la algarabía de agua sonaba ya con ráfagas de desolación. Ni un sólo ángel apareció en bienvenida cuando el aire agrio acertó a despejar mi mirada, perdida en el interior.

Hubo que volver, desandar el camino con las manos vacías, despedirse de la tormenta envuelta en alfileres de plata que me recibió completamente abierta de ruidos. Mientras, en la huida que llamamos retorno, los charcos, al paso aplastante, chillaban su orgullo herido escupiendo en las aceras.

Poco a poco, de regreso, el ruido de agua se convirtió, primero en rumor; luego en eco entrecortado que hacía chirriar esos dos hilitos negros que siempre bailan en el cristal con un ritmo cansino y cansado de sonámbulos despiertos.

Ya en casa, intentando evaluar los desperfectos, trazando las huellas, nada hubo que delatara lo sucedido, ni siquiera una humedad. Como mucho, algún suspiro apagado que parecía, o bien un pago por el esfuerzo del viaje baldío, o bien un alivio recobrado.

Esta es la historia, simple, sin recovecos, una historia fugaz que no dio tiempo ni para que una manecilla acariciara a la otra con esa indiferencia tan posesiva de quienes se han visto ya tantas veces en el mismo sitio.

En apariencia, todo apunta a que estoy relatando la leyenda de un aguacero que sucede afuera. Y aunque no fue la lluvia la que vino, bien podría haber descrito una tormenta interior. ¡Se parecen tanto las tormentas que suceden en ambos lados del corazón!

Simples palabras

Todo eres tú en estas tardes brillantes del otoño recién llegado, cuando el sol blanquecino besa los cristales que dan al patio y el cielo palidece, destiñendo el azul del verano por este otro más gris y más lejano, en el que sólo se atreven a nadar algunas nubes erráticas.

Todo eres tú cuando los rayos oblicuos reconfortan la piel y se me cierran los ojos, encandilados y perezosos, abrigándose con el runrún del aparato encendido en el salón solitario.

Todo eres tú, intangible, cuando giro los sueños de medio lado sobre el sofá imaginario que me sujeta a la vida. Cuando resbala mi mano hacia la caída abierta que mis muslos cálidos han ido dejando, mientras se acurrucaban para dejarte el espacio que acabas de rellenar.

Me sujetas la cabeza para que no resbale del respaldo, me recorres con tus manos de sirena, de sur a norte y de pierna a pierna, desencadenando la avenida de una sangre prófuga y aferente, que no acepta más salida que el orgasmo contenido o la vigilia permanente e intempestiva.

Todo eres tú y yo te noto, al ir despertando, entre la niebla de los ojos, en el peso de los párpados, en la endeblez de las piernas. La tarde, ya marchita, hundiéndose con el sol predispuesto a hincar la rodilla en el horizonte, se vuelve más viscosa con cada tic de las manecillas que laten en el reloj. Y tu presencia intuida se va retirando, dejando agujeros por los que la más densa de tus ausencias me atraviesa de lleno.

El paso fugaz de este instante que, a ojos de los demás tan solo tomó la forma de un parpadeo, ha consumido un universo completo. Todo lo todo que antes eras tú —otoño, rayo, giro, espacio, luz—, se ha vuelto a convertir en nada de nada, sombra de ruido, niebla de olvido, humo de vida… Y ya sólo puedo encontrarte aquí, en estas simples palabras vacías.

Pues eso

Ese algo que comienza —borrador, principiante—, es como un eso, invisible, excitante, que nadie adivinaría.

Después del tiempo de la completa confusión, la cosa se aclara un poco, pero no del todo. Porque los pasos indecisos siempre dejan huellas solitarias sobre el mismo fondo. Y no sucede nada.

O eso parece, por fuera, pero por dentro vacila una inquietud diferente, un ansia desconocida, un hueco que rellenar —urgentemente— con las acciones consabidas. Uno dice algo, queriendo decir otra cosa; el otro contesta, sin concretar demasiado, con otra pregunta más gorda. Y así, sucesivamente…

Adictos y confesos, engañados y sinceros, la cosa empieza a cantar cuando se procuran la medicina necesaria para que les mantenga enfermos de aquello que todavía no saben aclarar. Se preguntan, azorados, en ciertos momentos de la soledad de su cuarto, que cómo puede pasarles eso… ¡a sus años…!

Y sucede lo inevitable, lo que tanta energía despilfarra y parece cambiarte la vida dejándola, aparentemente, intacta. Entonces, irremediablemente, las estrellas y la luna deciden personarse en el evento y lo pintan como un cuento de hadas.

Pero la cosa es caprichosa, nerviosa e inconstante, sube y baja, corre y se detiene, merengue rosa y veneno de marca. Les guste o no, se dejan huellas marcadas y un final repetido les sorprende, siempre, llegando por la espalda.

Por último, la abstinencia, las dosis se acaban y hay que echar mano de lo que se pueda para soportar la ausencia sobrevenida. Literatura, pilates, playa con la familia, mascotas o chat, da igual, no importa cuánta mercromina se derrame. Este eso sólo lo puede cerrar otro eso que se abre.

Contada así la cosa, creo yo que ha quedado clara la trama del asunto. No le hace falta ni un punto ni una coma. Pero ¡ojo!… Que te cuente esto no quiere decir que yo… ¿vale?… Ni tampoco digo lo contrario, ¡faltaría más!, tú me entiendes… No vayas a pensar que… ¡eso no!… no sé si me explico… ¡pues eso!…

Asíncronos

Llamé al timbre y esperé. El tiempo pasó sin que pasara nada hasta que fue la hora de irme. Y justo después de doblar la esquina, no vi que tú llegabas.

Sé que me llamas, hay lucecitas rojas, cuando yo no estoy. Por más prisa que me doy, al llamarte siempre escucho una voz de lata.

Cuando trabajo, descansas. Si yo subo, tú bajas; si me tumbo, te pones de pie. Y si te invito a café, tú pides horchata.

Pero nos encanta el desacuerdo, la discordancia y esta asincronía discreta. ¿No te parece eso es mucho, muchísimo más que una asombrosa coincidencia?

Lingüística

Las palabras son, a la vez, continentes y contenidos. Atlántidas, emergidas del empuje de los siglos, sujetando el peso de muchos significados superpuestos que empezaron a serlo, primero, por casualidad. Y después, por la insidia pertinaz de eso que llamamos costumbre.

Se combinan, se unen y se separan para formar nuevos cuerpos, nuevos mundos, nuevos sentidos. Nos contienen en lo que decimos, en lo que queremos decir y no sabemos; y también en lo que no decimos.

Y nosotros las arrastramos a través del tiempo, las contenemos al escucharlas, al leerlas, cuando nos rellenan con un no sé qué invisible que nos apacigua o nos revuelve, que nos empuja o nos tumba en la lona. Alas o lastre, subida o bajada… E incluso, hasta la indiferencia, el amor, el miedo o el olvido, los llevamos contenidos en palabras.

Como también llevo en mi sangre polvo de estrellas distantes, carne de otras carnes antiguas, huesos con quebrancías heredadas. Llevo escrito en la cara el sol que abrasó a mis ancestros, la misma agua que ellos bebieron; aunque el color del cristal con que lo veo todo, continuamente, no sea el mismo que inventaron ellos.

Ellos también me contuvieron, como el vaivén del agua sostiene la onda engendrada por la piedra. Como la hoja se mece en el viento que brotó, allá a lo lejos, de las alas inquietas de una mariposa. Como el ruido que crepita en la hoguera alberga en su eco la energía del volcán.

Así pues, en mi ignorancia, yo proclamo que todos somos palabra, sujetos a la vida y predicados por los ejemplos. Adverbios de tiempo, complementos en el azar, adjetivos para el recuerdo. Pronombres en las ausencias y artículos para los demás. En esta lingüística universal, nosotros somos palabra y la Vida es, al mismo tiempo, tinta que escribe y libro que completar.

Tengo la esperanza de que, cuando esta noche el dedo de la luna pase otra página resbalando su luz interminable por el arco del cielo, te atrevas a pronunciarme en voz alta. No ya mi nombre, residuo pretérito, no sólo; sino que me recites completo. Que me transformes en aire, que me quede vibrando en un hueco de tu oído y que me lleves así a todas partes y por todos los caminos.

Si ves que no es suficiente, si tardo o no llego entero, entonces, profiéreme a gritos. Que quiero entrar y salir de mí —deprisa, por favor, deprisa—, y contenerme así, contigo.

Calma

Esta noche, las hojas del níspero son cascabeles de aire muertos de brisa. El frío interior, aquí abajo, acolcha la estampa gélida de la sonámbula llena, escoltada por su séquito de estelas de luz de mundos antiguos.

¡Está todo tan quieto! El suelo, el cielo, el inmenso vacío de este patio… Hasta el rastro sutil de los pensamientos se detiene, por un momento, sobre un instante lejano.

No siempre estuvo así el otoño. También trajo vendavales que sacudieron el mundo de las copas de los árboles. Y tormentas de luces y ruido, relámpagos de ojos y lluvia fresca de tacones en el pasillo.

Pero ahora, como una tensa calma que siempre antecede al vertiginoso hilo de la vida, todo está quieto, tan quieto: el suelo, el cielo, el inmenso vacío de este cuarto… Hasta el corazón envejece inmóvil, latente, deshojado.

Puedo presentir, en ese viento que espero, el principio y el fin de otro círculo. Entretanto, me es imposible evitar que mis dedos vacíos, dibujantes de humo, se resequen en estos días caducos. Ni que se me desmoronen, después, con el tacto amarillo.

Esta tarde decías

Hablábamos del miedo. Esta tarde decías —ese es el más interesante atractivo de internet, el de incrustar con naturalidad lo asíncrono en lo cotidiano— que andabas como esperando que te ocurriera algo malo.

Luego, ya sabes, los paréntesis que se abren siempre acaban por cerrarse. O dejan puntos suspensivos en el aire hasta que se vuelve a coincidir.

Conducir me convierte en un objeto móvil pensante. Un mecanismo vegetativo se encarga de ponerse al volante mientras que yo dirijo el viaje por mi propio mundo, lejano siempre, consiguiendo —enorme triunfo para un hombre— hacer dos cosas a la vez.

He visto, al pasar, el coche averiado con sus luces naranjas que palpitaban, estresando la carretera con la angustia propia de no saber lo que está por ocurrir. Con la fantasmal figura fluorescente de los chalecos rayados, que tienen la dichosa costumbre de sembrar incertidumbre en la oscuridad.

He parado a preguntar con la mirada, por si podía hacer algo, pero el conductor estaba hablando por el móvil y me ha dicho con gestos que gracias, que estaba todo resuelto. Y he seguido atravesando la noche, volviendo a conducir en mis pensamientos.

A la vuelta, ahí seguía todo, esperándome, detenido. Parecía el escenario de una película listo ya para el rodaje. El hombre me ha reconocido al pasar y me ha saludado. Como si me estuviese esperando

Como si todo me estuviese esperando. Como si las cosas estuvieran ahí, latentes, expectantes a mi paso. Como si todo —el cielo, la luna, la distancia que nos separa y nos une— existiera sólo para mí y fuese yo solo, sólo yo, quien les ocurre.

Y he llegado a casa pensando otra vez en el miedo, en que existe, en que sus efectos son palpables y los reconocemos. Y en que quisiera saber si realmente sólo tú y yo somos los únicos que lo sucedemos.

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