Ella estaba allí en la ceremonia, bailando, despidiéndose, llorando. Cerrando, con liturgia melancólica, un círculo de los muchos que vamos abriendo por el camino.

Yo tuve que recolectar fotos para recordar todo lo que ya había visto con mis propios ojos. Mi memoria es tan frágil y voluble que me cuesta ordenar los fragmentos de vida que se quedan en ella como perdidos, inconexos, en espera permanente de una nueva revisión.

Pero ¡cómo he podido olvidar tanto! Si apenas consigo evitar la ley de la humedad en la mejilla cuando me abraza en el sofá y me hace cosquillas para que le deje espacio.

He tenido que hacer recuento, ajustar fechas, comparar calendarios. Me avergüenza pensar que me ha pasado de largo, que se me ha esfumado su infancia por entre los dedos.

Ya sé que no hay compuertas que puedan detener su crecimiento, ni su predilección por lo imaginario, ni su vocación insistente de cometer errores advertidos. Ya sé que es tan inevitable su llanto como su risa, su alejamiento silencioso como su progresión hacia la vida.

Pero… no darme cuenta de cómo cambiaba cada día, no haber detectado las señales claras que emitía, no saber interpretar las pistas que iba dejando, me conduce al sentimiento enmohecido de haber estado mirando hacia otro lado mientras crecía. De haberme conformado tan sólo con la táctica del avestruz.

En septiembre, cuando llegue su calendario a la frontera de otra inquietud, ella irá al instituto, como su hermano. ¿Ya han pasado doce años? ¡Qué deprisa pasa la vida cuando el corazón del hombre late con urgencia en la sangre compartida de otro pecho!