El agua, hecha cristal, parpadeaba. El mediodía hacía rato que había pasado de largo. Mis pasos apenas inmutaron la candidez de su rostro cuando me volví, un instante después, para verlo otra vez.

Su camino, de tierra clara, estaba salpicado de charcos quietos. Reconocí en ellos las huellas de una tormenta espesa de la que ya sólo quedaban fragmentos.

Quise indagar el rastro, explorar el sendero, para descubrir el motivo que había hecho huir despavorido a aquel aguacero. Me quedé un rato escuchando los sollozos apagados en los que se habían convertido los truenos.

Al meter mis ojos hasta el fondo, al mojar mi vista en su secreto, me vi en ellos perdido, como me siento al ver los tuyos. No fue decepción, pero sí, tal vez, el desentusiasmo lógico de verme reflejado tal y como no quiero saber que soy.

Yo esperaba ver el cielo… el mar… un infinito pequeño. Pero mis ojos no dan para más y no acierto a mirar todo lo adentro que el agua me pide llegar llamando al fuego. Entonces, aturdido pero sereno, no supe por dónde empezar y me quedé quieto.

———Siento haberte hecho esperar tanto tiempo ———dijo tocándome en el hombro y ofreciendo su mejilla para un beso———. Ya sabes… que no hay sitio donde aparcar… ¿Qué has estado haciendo mientras?

———Pues… nada. Miraba a un niñito de ojos azules llorando en brazos de su madre.

———¿Y por qué lo mirabas? ¿Los conocías?

———No, no… de nada. Pero es que él no apartaba la vista de mí, con los ojos encharcados en lágrimas, y cuando se cruzaron nuestras miradas, dejó de llorar y empezó a sonreír.

———¡Vaya! ¡Qué curioso! ¿Y qué más?

———Nada… Nada más… Un presentimiento…

Más tarde, ella se quitó las gafas al entrar en el café y sentamos al lado del ventanal. Cuando me sonrío de cerca, cuando me comieron sus ojos negros abiertos de par en par, entonces, por fin, pude ver, desde ellos, el cielo y el mar y el universo.