Los granos del tiempo van cayendo al desierto de los instantes vividos con un ritmo imparable. Acaso parece que, a veces, de tanto en tanto, alguno se distingue porque tiembla, o brilla, o se resiste a descender al almacén del pasado.
Tarde o temprano, no sin un poco de suspense, cae de todos modos, como fruta madura que se abandona a la gravedad de la física que gobierna los cuerpos.
A primera vista se pierde entre los otros tantos que allí derivan hacia el olvido extenso. Pero si nos fijamos y de eso trata la vida, de sentir cada latido aún después de caído sigue haciendo ruido en nuestro corazón.
Es hermoso rescatarlo y verlo resplandecer a la caída del sol, cuando la noche se hace humana y abre sus mil ojos interiores que todo lo ven, para disfrutar dos veces con su brillo; porque se activa, radiante, la brújula del recuerdo, que siempre señala hacia donde he vivido. Y porque, además, saber que mi memoria no está vacía, me ensancha un poquito el pecho y me ayuda a creer que, alguna vez, no estuve solo en algún universo.
Me alejo con la mirada perdida, una vez más, envuelto en instantes impensables que siempre me llegan de cinco en cinco, sin poder evitar que me invada un pensamiento continuo, tierno y agridulce, imposible y sin sentido.
Porque mientras mis manos rozan la memoria de tu piel, no deja de morderme la pena de que tú no puedas entrar en mi cabeza y contemplarte así, vívida y refulgente, del modo en que yo te recuerdo antes de ponerme a escribir. Te gustaría verte tengo ese presentimiento casi tanto como me gusta a mí.