Una colección de instantes

Secreto (Página 1 de 9)

Nueva carpeta

Reflexiona o, por lo menos, lo intenta. Aunque no es sencillo hacerlo con ese temblor de manos. El vacío en el estómago le atonta y no le deja pensar con claridad.

Es frío lo que nota. El día ha amanecido gris plata, triste, anodino. Se quita el pijama y se viste con dos mangas. Enciende la chimenea y se queda cerca, enfrente, mirando el baile de las llamas. Le arde la cara, pero el frío no se va.

La luz le hiere los ojos y le cuesta mantenerlos abiertos a otra ventana que no sea la de las pantallas. La espalda le avisa de futuros dolores, el cuello se resiente, el cuerpo entero se convierte en malestar.

Lleva unos días intentando resistirse, pero la adicción pasa factura. Es débil, indeciso, pusilánime. El hueco del pecho, los mosquitos en los ojos, la inquietud en las manos, la mirada perdida, el frío de no saber…

Por fin decide. Decide o es decidido, nunca se sabrá bien. Se pone delante de la pantalla azul y pincha en el escritorio con el botón derecho. Es un gesto casi imperceptible para la vista, pero que desencadena avatares magnéticos en un lugar invisible.

Sale el dibujo amarillento, rotulado por debajo, pomposamente resaltado con el nombre genérico de «Nueva carpeta». Renombra, tecleando frenético, y la llama «dos mil nueve». La abre y vacila un instante. Pero ya no hay vuelta atrás y, otra vez, se mete dentro.

Se ha ido el temblor de las manos y el malestar se transforma en anestesia. El cuello da tregua y desde la espalda nota cómo le invade un calorcillo agradable.

El mal se ha ido, pero no la mala conciencia. Y aunque ahora todos sabrán que está enganchado, ya no le queda más remedio que escribir algo que se pueda postear.

El efecto parqué

De poco sirve saber enderezar los renglones cuando la sierra de calar se rebela. Cuando duelen las rodillas de tanto estar en la misma posición, es inútil la sutil maniobra de la imaginación que conduce a un teorema cuántico. Y apenas es posible acertar en la marca con el lápiz cuando la cintura anuncia que mañana dará un día de tormento.

Cuatro manos no son suficientes para detener el avance de las manecillas por el parqué, ni seis ojos insistentes tampoco pueden evitar que la humedad redoble sus bordes agresivos.

Un grito no evita una decepción, un martillazo no basta para el éxito y no hay botón que sirva para reiniciar la tarde y aprovecharla más. No hay que dejar que se interponga entre nosotros y la alegría, una puerta que roza o una hecatombe en las guías del cajón.

Siempre es tiempo de darse cuenta de que todo lo que sabemos nunca es suficiente. De que, precisamente entonces, es cuando más se necesita saber lo que se ignora. Y que, después de sabido —extraña consecuencia del aprendizaje—, seguramente ya no nos hará tanta falta como ahora.

Lo que sí que necesitamos siempre saber —y hay que ponerlo en práctica— es, que una palabra amable endereza cualquier lámina, que una mirada complaciente tapa todos los huecos y que una mano prestada alivia la espalda en la que se posa.

(¡Ah! Y, sobre todo, que si en una habitación (aunque sea rosa), tienes pensado ponerle parqué al suelo.. ¡Ni se te ocurra llenarla de muebles primero!)

Kamikaze

No me caben dentro todas las historias que deseo contar, no caben. Necesito expulsarlas, ir dejando hueco, abrir espacio para intentar las siguientes.

Me he cambiado la piel por otra distinta, pero por dentro soy yo. Las únicas víctimas que puede dejar el reloj son el calendario y las doce uvas. Pero nosotros no. Porque nosotros no somos víctimas, sino el viento divino(*) con el que sopla la vida.

No cabe en ningún renglón toda la energía que me queda. Ni las lágrimas pendientes, ni los instantes que tengo agolpados en el futuro, ni el aire que necesito para pronunciar las próximas palabras.

La seguridad con la que piso esta cuerda floja no es más que el efecto diferido de mi propia confusión. Déjame que vaya, y vuelva, y gire otra vez, y dé volteretas. Aunque parezca que siempre ando en línea recta, no creas que por eso ando menos perdido.

Todavía no ha surgido la palabra precisa que quiero decir, ni la nota exacta que harán vibrar mis manos en la cuerda, ni el color definitivo con el que me pintará la vida en el próximo paso.

Por eso quiero, necesito, seguir aquí, que sigas conmigo. Equivocado o no. Eso, eso ya da lo mismo.

Cita

Esta es la historia real de una cita. He decidido contarla con pelos y señales aunque, por aquello de no poner en evidencia la sensibilidad de terceros, ocultaré los nombres reales detrás de otros imaginarios.

He decidido contarla después de mucho pensar en los secretos. En que tarde o temprano dejan de serlo. Y en que hay asuntos, sobre todo esos que llevamos tan adentro, que si no superan la prueba de la luz, es preferible no tenerlos, no haberlos tenido, no protegerlos.

Esta es una corta historia de intriga, el relato breve de un encuentro. Tiene todos los ingredientes, excepto la extensión, de una buena novela negra: un poquito de acción, la sal que da el misterio y la sutileza de un humor absurdo y rebuscado.

Como todas las historias, empieza mucho antes del principio, cuando el azar, en un soplo arbitrario, gira una veleta y guía unos pasos hacia un lugar en el que nunca antes estuvieron.

El protagonista suele ser criatura solitaria, con una cierta acritud de carácter producida por una mezcla alícuota de alcohol y melancolía. Patética figura que navega sin un rumbo claro sobre las oscuras aguas de este mar invisible que crece a la luz de la luna.

Mueve el azar de nuevo sus fichas, como en una interminable partida de ajedrez, dejando una abertura indolente más allá del gambito de dama. Y el hombre se cuela, sin saber muy bien ni cómo ni por qué, empujado por un motor de búsqueda omnipresente, invasivo y delator de secretos ajenos.

Avanzan, azar y hombre, curiosos los dos, en pos de la misma flecha, perdidos en los más recónditos vericuetos de la tela de araña, hacia la dirección escrita en una carta anónima y misteriosa.

Él, no espera encontrar nada. Y cabe suponer, que ella tampoco esperaba ser encontrada, olvidando que un encuentro es, precisamente, la razón y la esencia de toda espera.

Y allí sucedió todo. Ella estaba discretamente a la vista, camuflada entre palabras y protegida entre comillas. Inmersa en el flujo de electrones, oculta pero atenta. Escondida, pero precedida y anunciada por una frase discreta, en la que se podía leer: «como dice mi amigo instanteca…»

Allí estaba la cita. Textual, sí, pero cita. Virtual, sí, pero encuentro. Palabras que producen en la fragilidad del hombre, por un resquicio orientado hacia la literatura, el profundo consuelo de ser entendido, de haber conseguido el empleo que anunciaba su currículum de sueños. Y no hay más que contar.

Puede parecer que adolece este final de ese punto tragi-romántico que hace perdurar las historias y las ensalza en el corazón de las personas. Pero debo añadir, porque no me gustan los finales felices, que ya no sigue allí la cita. Tal vez, harta de no ser encontrada y perdida en lo más duro de un disco. O tal vez, exiliada del pasado, intentando, quién sabe, no ser reconocida.

Juro que he dicho la verdad, a Google pongo por testigo, que esta historia es cierta y que no tiene más moraleja que mostrar lo caprichoso que es el azar y la poca intimidad que, algunas veces para bien, ofrecen las teclas. Que sólo pretendía contar la historia real de una cita. Y, además, por supuesto, agradecerla.

Cerrar paréntesis

Para una criatura nocturna, madrugar siempre es un mal comienzo. El aire vuelve a sentirse en los pulmones, la luz atraviesa los sueños hasta llegar a los párpados y, lentamente, el cuerpo se hace consciente y se enfrenta de nuevo al efecto de la gravedad.

Y luego, el agua caliente termina de descorrer el velo de este paréntesis, dejando que escurran, en el azar de las últimas gotas, las huellas viscosas que quedan de sueño. Cerrando el día de ayer con la humedad de la piel envuelta en la toalla.

Aromas a nuevo día, a rutinas que vuelven, llamadas al orden para no olvidarse los aperos. El peso del reloj que no alivia la carga ni aligera los pies, ni protege del frío que penetra en los huesos cuando se cierra la puerta de casa y se dejan dentro, congeladas, las partes de vida que no se pueden llevar en los bolsillo.

Es este maldito primer paso el que se me resiste. Luego sé que la cosa no será tan grave, que todo es vida. Llevo un rato dando vueltas para no terminar este texto, como si así pudiera alargar el momento y quedarme en la víspera.

No es sano pensar para compensar, ni para dispensar la energía que nos queda en las dosis convenientes. Hay que ponerla toda. Y a mí me toca ahora, aunque sin gana, cerrar paréntesis.

Contraluz

Será que todo está como estaba. Los trastos del escritorio siguen en el mismo sitio, adquiriendo polvo al bajo costo de una inmovilidad indiferente, como la de todas las cosas no que tienen más objetivo que existir un instante.

La montaña sigue al fondo, parda y verde, borrosa por la miopía y por lo gris del cielo que la envuelve. Los sonidos tienen un timbre idéntico al de los que aparecen siempre a esta hora de la tarde cansina, limítrofe, impalpable.

El fuego baila en el mismo sitio, mis pies pisan las mismas baldosas tantas veces caminadas, mientras mi espíritu se aventura a mirar y no tocar ese otro mundo cercano que me pasa otra vez de puntillas por la imaginación.

Sólo la luz, que anochece los pensamientos, deriva este cuadro estático hacia la negritud, hacia ese lugar en que se extinguen las cosas que no tienen sentido, que no tienen recorrido, que no tienen finalidad. Sólo la luz me avisa de lo quieto que estoy y de esta impaciente necesidad de andar.

Será que todo está como estaba y que tú no estabas en el todo sino en la parte, será que tengo miedo de preguntarte por dónde andas, dónde estoy y por qué, en lugar de quedarte, has preferido dejármelo todo como estaba.

Mujer con abrigo

El humo estático de una chimenea se deshilacha en algodón sobre la montaña.

Las motas blancas atraviesan un cielo gris que se deshace en frío. En un frío silencioso que interrumpe todas las conversaciones, frío de testigos que juegan a palpar sueños de madera, frío de piernas juntas y palabras intermitentes.

Por detrás de la nieve, se desliza una mujer con abrigo y la habitación se torna blanda y apartada del mundo. Faros son sus ojos, porque atraen y avisan, porque miran de fuera adentro cada doce segundos.

Migas de cielo se desparraman por el patio, como si quisieran las nubes dejar un rastro efímero. Mosquitos blancos que pululan el frío, este frío asimétrico de cristales entornados, patios vacíos y maderas yertas.

Ráfagas de palabras abiertas que alimentan otros sentidos en cada doce segundos de poesía, vuelven a conducir al desorden del principio, mientras el tiempo se agota, se va agotando lentamente y no se rompe este frío.

La mujer nieva afuera con pasos cortos, cruzando el patio de mosquitos, con sus faros como dos ojos, pero deshecha ahora del peso del abrigo.

Mientras cruza, el humo testigo, desde la montaña, me deshilacha en renglones las palabras con las que escribo.

Gripe

¿Qué tienes que todo se tambalea? Se mueve la tierra cuando estornudas y el frío arremete su punta cuando te sube la fiebre.

La luz se vuelve intermitente cuando pestañean tus ojos brillantes y el hilo de voz, que apenas te sale del cuerpo, desmadeja la tarde en una rueca que gira a tu alrededor.

¿Qué tienes? Qué tienes que inundan escalofríos tus pasos hacia la lumbre, que palidece la noche en tu rostro, que tose el mundo en tu garganta y después se agita en un vaso.

—Creo que he pillado la gripe. Me duele todo el cuerpo —me dices moqueando, con los ojos vidriosos, con cara de susto y arrugando los hombros tres veces por minuto.

Ya se ve desde lejos, ya se te ve desde lejos la sombra de la gripe y su mala catadura. Pero no es eso.

No, no es eso lo que te pregunto. ¿Qué tienes que tu estornudo me duele a mí en el pecho, que tu temblor se agolpa en mis manos, que tu malestar me contiene la respiración en un silencio?

Debe ser que tú me quieres… o que yo te quiero… O que me la estás contagiando. Vírica complicidad.

Retrato

Es tarde… Voy de prisa por la vida. Y mi risa es alegre, aunque no niego que llevo prisa.

(Retrato, Manuel Machado)

Prefiero ir despacio que andar con prisa. Pasitos cortos, con todo a cuestas, como tortuga de tierra. Tiene que darme tiempo a ver cómo se extingue la hoguera en la que quemo mis naves.

Me gusta disfrutar del camino, todo recto, a donde me lleve. De vez en cuando una curva, según el viento. Pero eso sí, muy despacio, para que me dé tiempo a saber en dónde y con quién estoy pisando.

Pienso mucho cada paso, me cuesta levantar el pie y no perder el equilibrio si no hay alguien a mi lado. Nunca traspaso umbrales a los que antes no me hayan invitado. Y sólo entro a lugares en los que pueda quedarme de algún modo, porque, para dar pasos prestados, prefiero tropezar en la calle yo solo.

El final es el mismo, la meta ya está programada desde la partida. ¡Qué más da el trayecto que se siga, si siempre se acaba perdido!

No importa el tiempo que tardo en el camino, no me duelen las cosas que se supone que pierdo por no correr más… Voy despacio por la vida. Y mi risa es alegre, aunque no niego que, algunas veces, para no perderte, he deseado saber volar.

Intimábamos

Conversábamos tranquilamente. De cosas intrascendentes, por supuesto. Pero las cosas mínimas y accesorias llevan adheridos espejitos brillantes en los que se reflejan las otras cosas, las importantes.

Fluyeron las palabras, escritas en este caso, aunque bien podrían haber sido pronunciadas en voz alta en mitad de una plaza. Digo esto, para introducir un vago concepto, necesario a pesar de su imprecisa definición, que no siempre es bien entendido.

Intimábamos. Hablábamos de cosas propias, de esas que no se comparten fácilmente. Esos asuntos que sólo pueden verse desde dentro de la piel cuando se mira más al fondo y no hacia afuera.

Temas que, al instante de doler, se vuelven espuma cuando uno reposa el gas que hizo que burbujearan con un suspiro. Como si intentáramos explicarnos sin saber bien qué estamos contando ni de quién.

Y en ese punto fue donde alcancé a verlo claro. Me di cuenta de repente, como si un fotograma se detuviera un momento en mitad de la película, que luego sigue, ajena al fenómeno percibido, contando la misma historia que se traía entre manos.

Hay más de uno mismo en lo que se escucha que en lo que se dice. Porque nos inventamos y nos cubrimos con una coraza que sólo se ve cuando choca suavemente con la que los demás llevan puesta, sin rebotar, traspasando y dejándose traspasar.

Tranquilamente, la conversación continuó, aunque dejamos de intimar. Nos asustó vernos tan por dentro, tan frágiles, tan parecidos, tan expuestos.

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