Una colección de instantes

Preludio (Página 1 de 18)

Números

Atávica y remota, la necesidad de descifrar la suerte me invadió la mente y me aceleró el corazón. Después del accidente afortunado, yo quise rondarle la idea de aprovechar el tirón, de controlar las buenas vibraciones y poner en números algún sueño de futuro.

Le había reventado la mala suerte en una rueda, desperdiciando el aire en plena autopista. Pero en lugar de manchar de sangre los hierros, pudo controlar la deriva y aterrizar en el arcén como quien se queda sin gasolina.

Con el cuerpo aún estremecido y el corazón latiendo en las rodillas, no pudo ver como, al otro lado de la mediana, en una grúa que viajaba sin servicio, iba un ser humano con vocación de ayuda, de esos que no salen en los diarios, ni reciben premios en Suecia, ni nadie los entrevista nunca.

Pero existen, aunque no reparamos en ellos y nos parezcan invisibles, y siempre están dando la vuelta en la siguiente salida, parándose delante de nuestro coche y alumbrando el instante con su sonrisa:

——¿Está usted bien? Parece que he llegado a tiempo.

Más tarde, mientras me lo contaba todo en la cercanía de tenernos lejos, yo fui testigo privilegiado de cómo barajaba sus números de nacimiento, los guarismos del día, los dígitos de la grúa y la placa de su auto. Intentando acertar, exprimiendo las migajas que nos muestra el azar, como jugando, sin más intención que probar sortilegios caseros de magia.

Así escribió con cruces en el renglón de los adivinos… dos, siete, nueve, once, treinta y cuatro, cuarenta y seis… cuarenta y cinco… veintisiete… Pero por más que nos empeñemos, sería conveniente saber, que no son los números los que llaman a la suerte.

Es la suerte la que nos llama con números. Pero siempre nos los cuenta después y, por eso, raramente funcionan los hechizos que inventamos. Aunque tal vez sea que olvidamos todo lo que nos depara el azar o que no entendemos bien los mensajes que nos manda.

Porque después nos hemos vuelto a ver varias veces, cada vez más cerca, desde tan lejos. Y dos, siete, nueve, once, treinta y cuatro, cuarenta y seis… cuarenta y cinco… veintisiete… son desde entonces, estoy seguro, los números de mi suerte.

Pianista

Cada nota es importante desde tus dedos afinados que trotan sobre las teclas como ensayando pasos de baile. Haces sonar un corazón metido dentro del piano, con latidos que retardan lo profundo de los abismos y se aceleran de alegría, resbalando corcheas por sus dientes blancos.

Y late mi corazón al unísono, cuando te veo de espaldas, prodigando caricias entonadas en la sonrisa eterna del instrumento. El aire se llena de emociones que estallan en el equilibrio de un orden concreto, deshaciendo en pequeñas gotas la sustancia de la que están hechos los sueños.

Es una victoria sobre el caos, un triunfo de la armonía, un eco de sentimientos antiguos que rebosan melancolía por las cinco líneas de un mundo plano. Pero, de tus manos, cuando percuten sortilegios, fluye un aire nuevo que rellena la tarde de instantes revividos y serenos.

Podría estar escuchándote toda la vida porque tus manos devoran el tiempo con notas sostenidas, porque me alimentan de cielo tus dedos, porque tu música es sueño y el sueño es vida. ¡No, no! No permitas que tus dedos descansen. Deja que cabalguen persiguiendo octavas por esa escalera de emociones negras y blancas que me conduce al cielo.

Amo tus dedos largos, bailarines de peldaños, porque me transportan a sitios que jamás habría imaginado. Porque me acarician desde lejos con un cariño de fusa, con un calderón de recuerdos sostenidos entre la luna y tus besos.

Y acabo envidiando tus manos, porque, en este otro teclado pequeñito, las mías nunca consiguen llevarte a ningún lado, ni encontrarte en ningún sitio.

Un par de canciones

Hay canciones que se convierten en himnos de una generación, que se oyen como bandera. Hay canciones que traspasan todas las fronteras, las del idioma, las del espacio y, especialmente, las del corazón.

Hay canciones que nos mueven el cuerpo, que nos levantan las manos y nos retuercen los pies. También hay canciones que nos encuentran la cintura que perdimos quién sabe cuando ni con quién.

Hay canciones, apostadas a la vuelta de la esquina de un dial, que traen de regalo antiguas lágrimas vueltas a derramar. O traen besos perdidos o cuentos sin acabar que alguna vez escribimos y que nunca podremos terminar porque las viejas canciones que los traen, los rebobinan hasta el principio.

Pero también hay canciones que te hablan al oído, que te cuentan lo que ya sabías y no te atrevías a creer. Canciones que te desvelan el mundo, que te inyectan energía para crecer, que te aciertan en todo el gusto. Hay canciones que parece que están hechas pensando en uno, que siempre están recién escritas.

Y a mí me gusta cantarlas, aunque no sé nada de pentagramas, y deshacerlas en el aire con mi voz de sapo exprimiéndose por la garganta. Suelo hacerlo bajito, como un susurro, como una invocación, como cura para mis males. Para no molestar a nadie y que no quede constancia del asunto.

Pero hay veces que las canto a voz en grito —para tortura de mis vecinos— y para que del cielo me lluevan todos los amores que alguna vez he perdido. Aunque me temo que necesitaré más de un par de canciones. Así pues, aviso, y que el mundo se vaya preparando los oídos.

Adivinos

Desde los sacrificios hasta la cortesía para los estornudos. Desde las ofrendas hasta el amarillo de los actores, de las fiestas de la cosecha hasta las uvas y el acebo.

Desde los megalitos a los sismógrafos, desde el brujo hasta la astronomía. De los chamanes a la química, del curandero al cirujano, de los saludos cotidianos hasta la lotería.

Todos los ritos que en el mundo han sido, tienen su base en la búsqueda de la suerte, en esa necesidad que tenemos de adelantarnos, de provocar, lo favorable o desfavorable de los acontecimientos venideros. En la pulsión por controlar nuestro entorno cuando avanza hacia el futuro. En esta ansia irrenunciable de saber las cosas antes de que ocurran.

Muchos han asegurado, a lo largo de los tiempos, saber predecir el futuro echando mano de técnicas diversas e imaginativas. Estrellas, runas, vísceras, huesos y un sinfín de elementos que, combinados apropiadamente, producen un lenguaje adivinativo.

Pero a mí, que me dejen en paz con las cartas y los oráculos. Yo sólo creo en los sueños.

Calendario

Cuando recuerdo mis años adolescentes todo se vuelve azul, como los muebles del cuarto que compartí con mi hermano. Azul marino brillante, un anochecer sin estrellas que caía lánguidamente sobre las paredes blancas de gotelé.

Detrás de la puerta, colgado de ella, llevaba un diario secreto escrito sobre los cuadros de un calendario de pared, de números grandes, de esos que regalaban las tiendas en este tiempo.

Apuntaba en él todas las cosas que me iban pasando con un lenguaje inventado de puntitos y aspas en la esquina apropiada del cuadro, o tachando las letras convenientes del nombre del santo del día que aparecía abajo, escrito en rojo.

Nadie imaginaba el profundo significado de aquel idioma sobre el códice de hoja caduca y, alguna vez que, extrañado por los símbolos, alguien me preguntaba por ellos, yo le hacía ver que eran la cuenta de los ejercicios y temas del instituto.

Pero, en realidad, allí temblaban de tinta mis historias de besos, de sexo solitario, de lo gris de los días y de las suertes que me iban pasando. Nadie lo supo nunca, ni siquiera mi hermano que, alguna vez, me sorprendió mientras lo andaba trasteando a hurtadillas.

Estoy seguro de que si volviera a caer en mis manos, aún después de tanto tiempo, sería capaz de contar mi historia olvidada, día a día, con pelos y señales. Pero, por suerte o por desgracia, aquellos diarios efímeros caducaron en una mudanza y serán ahora humo que flota bajo la capa de ozono.

Recuerdo especialmente la esquina de la suerte ——quizá por eso tantas veces escriba que la suerte nos espera en una esquina——, en donde llevaba la cuenta de los momentos favorables de la vida. A más puntitos, mejor suerte.

Yo era otro, me recuerdo perfectamente, y no era capaz de ver más mundo que el que se acercaba a mi nariz. Y aunque fue un tiempo complejo y feliz, hubo muchos, muchos días, que terminaron con la esquina de la suerte en blanco.

El otro día, cuando cambié el calendario de la cocina, me dí cuenta de que aún sigo con mis manías, que quizá no he dejado de ser niño, que sólo las he cambiado de sitio y está ahora en internet el rincón en el que contar mi suerte.

Pero, aunque haya días en los que no escribo, y aunque no sea ni más feliz ni más afortunado que antes —ni tampoco menos—, he aprendido a ver más allá de las cosas y me he hecho amigo del azar. Y ahora sé que la suerte pasa siempre por mi calendario, garabateando las esquinas, sin permitir ni un solo día, que ninguna se quede en blanco.

Magos

Está lleno este tiempo de disfraces rojos y coronas que, aún en estas fechas, todavía andan distribuidos por las tiendas. Tiendas frenéticas de gente nerviosa y con prisa, de niños corriendo o llorando detrás de cada estante, de quemadores de visa y carros repletos.

En esas tiendas, generalmente enormes, aún rechinan en un pedestal los hombres vestidos como los reyes en los que la imaginación popular derivó «los magos de Oriente». Que en ninguna parte dice cuántos eran, si tres o diecisiete, ni habla del color de sus barbas ni del de su piel.

Imagino que andarán por estas fechas un poco empachados de muchedumbre, hartos de que los niños quieran sentarse en sus rodillas y llenos de sarpullidos en la cara por efecto de las barbas postizas. Pero de algo hay que vivir y, aunque reyes, sin contrato ni seguridad social no hay más remedio que avenirse al horario y sonreír forzadamente a muchas caras por minuto.

Yo sólo me pregunto, si esos reyes a sueldo disfrutan, a estas alturas, de algún misterio. Si la ayudante del mago aún sigue creyendo en palomas. O si los que limpian la casa de la vidente destapan la bola para verse o saben leer los posos del café antes de meter la taza en el lavavajillas.

A veces dudo sobre qué será lo que piensa el ordenador de mí. Quizá, en el fondo, me desprecia mucho porque también él sabe, mejor que nadie, que yo sólo puedo vender humo.

Bumerán

Esta historia no tiene nada de especial, nada de imprevisible. Es como la de mucha otra gente que dice las cosas que siente y después siente las cosas que dice.

Todo empezó como siempre empieza, deseando lo que no se tiene. Se desea con tanta fuerza, con tanta urgencia, se gasta tanta energía que sale de dentro, que luego no queda suficiente para mantener el deseo.

Así se difuminan las cosas, cuando la vida las alcanza y procesa tu tiempo y te las devuelve como un eco que rompe cabezas cuando parece que ya sólo se tiene lo que no se desea.

La palabra es un bumerán que te devuelve todo lo que le das. Pero nunca te lo retorna igual que lo diste porque nada es lo que parece y todo se transforma y todo se convierte. Nada se le resiste.

Por eso se empieza escribiendo en lo que se piensa pero, tarde o temprano, se acaba pensando en lo que se escribe.

El efecto hilo

Dentro del laberinto es fácil perderse. Uno cree que basta con tirar del hilo para volver a pasar por los lugares por los que se anduvo y encontrar las cosas que se quedaron prendidas con alfileres en los pespuntes de la memoria. O que se encontrará el camino exacto para volver al principio y empezar de nuevo teniendo más cuidado.

Pero no, volver atrás es perderse otra vez. El papel envejecido, los rostros pardos, el polvo que cubre los sentimientos enterrados en las cajas de cartón de cada sótano, no siempre acogen con la dulzura necesaria la imagen que teníamos de una época pasada, de una persona querida o de un objeto preciado.

Lo peor de todo es que, una vez que tiras del hilo, no puedes parar. Lo que pensabas que estaba antes, resulta que estuvo después, lo que te parecía negro y tan seguro estabas que hubieses apostado un brazo, acabas encontrándolo rojo.

Aquello que leíste en un libro, va y aparece en otro. El título de aquella historia tan bonita, que hubieras jurado tal, resulta ser cual y no está en donde lo buscas, sino tres cajas más allá.

La historia de los calendarios me ha empujado —no sé muy bien por qué, pero me parece que es el efecto hilo—, a recordar que hubo tiempos en los que yo escribía poemas en cuartillas —bueno, renglones cortos más que poemas— y que tuve la brillante idea de encuadernarlos en una especie de libro negro.

Después de horas de bucear en el trastero, de leer títulos de libros amontonados intentando recordar por qué acabaron en una caja, de encontrar cosas que no buscaba porque no sabía que tenía, por fin, ha llegado a mis manos el libro rojo.

Sí, resulta que era rojo. Sólo tres personas lo hemos leído alguna vez, las únicas que sabíamos de su existencia, y las tres creíamos que era negro. Y va la memoria y nos falla solidariamente en un acto de error sincronizado.

Aún no lo he abierto y todavía me pregunto para qué lo he buscado. Me asusta no reconocerme en sus páginas como no reconocí su color. Temo encontrar que fui distinto del que recuerdo y que tal vez ahora yo no sea quien creo ser.

Pero no se puede vivir con miedo. Respiro hondo… ¿Mil novecientos ochenta y uno?… ¡Allá voy!

No te creo

Seguramente es cierto que la distancia es el olvido y no puedo más que patalear como un niño que pide la luna. Pero es que yo no puedo creerte cuando me lo anuncias.

Me dirás que no estar contigo, que no coincidir en ningún sitio ni a ninguna hora, es un declive lento de recuerdos que se difuminan en la memoria. Que todas las huellas aligeran su marca cuando el reloj del tiempo las entierra gota a gota, grano a grano, con la sustancia que rellena los días.

Que se pierden los rostros en la melancolía de las noches y que el dolor de los teléfonos sólo consigue alargar las despedidas. Que el poder de la palabra no es suficiente aunque sea necesario, que no basta intentarlo, que no todo es lo que parece.

Es posible que los sueños sólo sean eso, sueños, inalcanzables, trampas con las que el azar captura incautos perplejos que caemos felices en sus bromas pesadas. Como es posible que la ausencia pese menos que el aire y levite poco a poco hacia lugares sin retorno.

Pero yo no puedo ni quiero creerte cuando lo dices, con esa voz blanca que una vez estuvo en mi oído y se ha quedado en él para siempre. Porque, por más que el olvido se resuelva en distancia, no puedo creerte.

Pero es que, además, no estamos lejos. Como mucho nos separan unos pasos, unos besos, unos cientos de miles de metros. Nos separan poco porque aquí seguimos, estando dentro.

Y no te creo. ¿No ves que te escribo como si te estuviera hablando al oído?

Cuando callas

Cuando te quedas callada y tus cinceles de fina púrpura dejan de esculpir el aire que te traspasa, noto como el tiempo cambia a tu alrededor para volverse más viscoso, más difícil de digerir, más áspero al paladar de mis oídos.

El paisaje te sigue con devoción hacia el silencio, tejiendo hebras de intriga por las esquinas del ruido, hilando las palabras posibles que se quedan atrapadas en el eco de las últimas que pronunciaste.

Ya sabes que, algunas veces, transitamos en mundos paralelos desde los que es posible oírnos sin escuchar lo que decimos. Es un hábito impenitente que se agrava con los años, que me hace sentirme miserable a ratos y a ratos inasequible al derramamiento detallista de tu mirada sobre las cosas.

Pero cuando te quedas callada rompes de bruces la barrera de los mundos. Tu silencio rasga el velo tenue que nos mantiene separados, te noto a mi lado más profundamente que nunca y un chip prodigioso te transporta hasta el centro de mi universo.

Te miro, con todas las alertas encendidas del pensamiento, acallando mi voz interior que habitaba sueños lejanos o que andaba perdida persiguiendo esos versos absurdos que se me esfuman de la mano por las rimas.

Te miro fijamente, créeme, saboreando cada uno de los segundos en los que tus ojos consiguen dejarme la mente en blanco, porque, sólo en esos instantes consigo que tú seas toda mía y que yo sólo pueda ser tuyo.

Porque vuelcas en mí todos tus sentidos y estudias minuciosamente mis gestos y gravitas a mi alrededor deteniendo en una respiración todos los elementos místicos de la vida.

Entonces, imperceptiblemente, cambia de mano la llave del tiempo y gira otra vez en la cerradura cuando el silencio ataca su estrofa principal con un «crescendo» imposible que termina arrancando otra vez tu palabra.

——Pero, bueno, ¿no dices nada? ——me hablas como conociéndome desde hace mucho tiempo, con un enfado simulado que siempre me hace sonreír——. Nunca me escuchas, es como si le hablase a las paredes. Pues te decía que he pensado que…

Y ese instante, ese momento, cuando fui el centro de tu universo, se pierde de nuevo entre tus palabras. Me gusta cuando callas, porque dejas de estar… como ausente.

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