Agosto resbala imparable por mi frente, me invade los pulmones con su aliento estéril, con su anticiclón de fuego.
Intento escapar, resistirme, y huyo hacia la sombra como un ente oscuro que busca en vano y a todas horas, la opaca compañía de la noche. El día entero voy vagando como un fantasma, ocultándome del sol, apoyando mis manos en el sonido del hielo tintineando en un vaso.
Pero me persigue y envía su aire hosco sobre todos los paisajes en los que me escondo de este calor pegajoso e insufrible para los mortales. Los sentidos huyen despavoridos cuando el mediodía se acerca y ya no puedo oler, ni escuchar; ni siquiera pensar con sentido cuando hierve a fuego lento el ochenta por ciento de mi cuerpo hecho agua.
Y cuando más sudo, cuando más deprisa caen las gotas por mi piel resbalando su azar imperceptible por debajo de la camisa, cuando más aprieta el sol quemando nubes y salpicando el suelo de incandescencia derretida, recordar tus besos me refresca los labios que andan secos de tu nombre.
La tersura de tu pecho me cobija en las horas yertas de calma imposible y me llega la brisa de tu pelo que recibo como escarcha que consigue aplacar el fuego. Tus ojos brillan estrellas para hacer noche y darle tregua a este pobre junco de río seco que se dobla por las rodillas buscando tu centro de gravedad para abrazarlo y quedarse dentro.
Cuando acaba todo, cuando el aire quema de nuevo y vuelven los latigazos del sol, me despierto empapado en sudor viscoso. Y aunque siempre te esfumas entre mis dedos, yo sé que nunca serás espejismo, por más que los días y las noches quieran vestirme la vida de desierto.