Una colección de instantes

agosto2024 (Página 1 de 4)

Charcos

El agua, hecha cristal, parpadeaba. El mediodía hacía rato que había pasado de largo. Mis pasos apenas inmutaron la candidez de su rostro cuando me volví, un instante después, para verlo otra vez.

Su camino, de tierra clara, estaba salpicado de charcos quietos. Reconocí en ellos las huellas de una tormenta espesa de la que ya sólo quedaban fragmentos.

Quise indagar el rastro, explorar el sendero, para descubrir el motivo que había hecho huir despavorido a aquel aguacero. Me quedé un rato escuchando los sollozos apagados en los que se habían convertido los truenos.

Al meter mis ojos hasta el fondo, al mojar mi vista en su secreto, me vi en ellos perdido, como me siento al ver los tuyos. No fue decepción, pero sí, tal vez, el desentusiasmo lógico de verme reflejado tal y como no quiero saber que soy.

Yo esperaba ver el cielo… el mar… un infinito pequeño. Pero mis ojos no dan para más y no acierto a mirar todo lo adentro que el agua me pide llegar llamando al fuego. Entonces, aturdido pero sereno, no supe por dónde empezar y me quedé quieto.

———Siento haberte hecho esperar tanto tiempo ———dijo tocándome en el hombro y ofreciendo su mejilla para un beso———. Ya sabes… que no hay sitio donde aparcar… ¿Qué has estado haciendo mientras?

———Pues… nada. Miraba a un niñito de ojos azules llorando en brazos de su madre.

———¿Y por qué lo mirabas? ¿Los conocías?

———No, no… de nada. Pero es que él no apartaba la vista de mí, con los ojos encharcados en lágrimas, y cuando se cruzaron nuestras miradas, dejó de llorar y empezó a sonreír.

———¡Vaya! ¡Qué curioso! ¿Y qué más?

———Nada… Nada más… Un presentimiento…

Más tarde, ella se quitó las gafas al entrar en el café y sentamos al lado del ventanal. Cuando me sonrío de cerca, cuando me comieron sus ojos negros abiertos de par en par, entonces, por fin, pude ver, desde ellos, el cielo y el mar y el universo.

Los días azules

La sangre pide calle cuando el sol llama a las ventanas. La brisa sigue aún fresca en el patio y te despierta con dulzura para demostrarte que el mundo sigue, imparable, girando bajo tus pies.

Trinan los pájaros en esta mañana luminosa, silenciándose a mi paso. Salta la vida en el jardín y veo, como testigo molesto, que las lagartijas que estaban al sol, se esconden en la sombra.

Los gatos del vecindario, tumbados a la bartola, aguzan las orejas a mi paso, pero se mantienen inmóviles y tranquilos. Un saltamontes interrumpe su desayuno de fresas cuando me acerco, ajeno a sus menesteres, para ver los brotes nuevos de la hiedra, y prorrumpe en un ejercicio desgarbado de salta-vuela.

Me saludan los cipreses inclinando sus ramas, el celindo se atusa las flores cuando paso por debajo. Adoro el porte del limonero, que responde a mis lisonjas con su amarillo fuerte, y no puedo evitar acariciar sus ramas nuevas como quien revuelve pelo.

Más allá de la verja está la vida, esperándome a que salga, con su cara más sonriente pero con los dados en su mano caprichosa, con la inquietud de la mariposa, mientras decide si agita o no las alas.

Ya sé que las cosas no son como empiezan, sino cómo acaban. Pero, en el fondo, como un designio ancestral, no puedo evitar tener la sensación de que los días azules y cálidos ahuyentan las desgracias.

Salgo alegre a su encuentro, para ver todo lo que me está esperando a la vuelta de la esquina. Ignorando el miedo de saber que, más feroces son sus zarpazos, cuanto más bella es la vida.

Feria

Conforme el trayecto se agota y me acerca al gentío, voy sintiéndome más solo, más incómodo. Percibo algo sórdido en la mezcla de olores que desprende la multitud y que se adivina tras el juego de pasos ligeros que me adelantan poseídos por la prisa de llegar al recinto.

Todo es polvo, ruido, desasosiego. Emprendo el sendero que me lleva al interior atravesando el pardo fulgor del albero. La arena amarilla siempre me pareció la de una playa que atardece, en la que la marea de la gente, con sus huellas, va borrando las olas que no saben si van o vienen.

Los caballos resoplan su agobio cuando pasan a mi lado, dóciles, esclavos. Miro a sus lomos y no distingo al jinete del centauro, como miro alrededor y confundo a los faunos con los duendes, los lunares con el vestido y las luces con el cielo.

Ensordecido y atolondrado, voy nadando contracorriente a fuerza de topetazos, mirando atrás, en mi huida, para ver si me siguen quienes quisiera tener a mi lado. En la feria, pues, como en la vida misma. Y cuando los diviso, en su mundo de ojos abiertos como platos, respiro un momento y me dejo envolver en el olor rosa del algodón.

Hay que cortar el ruido con un cuchillo para abrirle paso a la palabra, que acaba desistiendo del empeño en un gesto afirmativo. No hay más remedio que gritar en el oído, camuflando la voz entre la multitud indiferente, disfrazándome de península rodeado de gente por todos lados, excepto por la vertiente aterida del corazón.

Y cuando esa voz del corazón me medio grita señalando la noria, despierto de mi peor pesadilla y afirmo con un ademán de los ojos. Entonces se iluminan los suyos, tan azules, tan chiquitos, mientras todo su cuerpo se emociona en un gesto.

Me saluda a cada vuelta, en cada giro del mundo busca el punto en el que yo me quedo y agita la mano brevemente, con su sonrisa encendida. En esos momentos, dejo de pensar, se acorcha el ruido y se termina la pesadilla.

Porque me muestra cuál es mi sitio en ésta y en todas las vidas, y porque recuerdo, aunque no me gusta, a qué he subido esta noche inmensa a la voracidad hecha muchedumbre que todos llaman feria y que, a mí, tanto me asusta.

Gris

Los días se visten de cielo, con claroscuros diferentes que se suceden sin orden, sin concierto, sin mirar al calendario.

Yo me disfrazo de día, con ánimos desiguales que se suceden sin aviso, sin preludio, sin transición.

Las letras me usurpan el puesto, mostrándome con estilo discordante, sin previsión, sin raciocinio, sin pedirme un permiso que no sabría cómo dar.

Según el color de las letras, así se me acaba tiñendo el cielo, sin preparación, sin liturgia, sin control.

Es posible que algún día acierte a ser yo en el intento. Espero impaciente ver el color de ese cielo, el ánimo de ese hoy y el color de ese texto.

Entretanto, juego, sigo jugando, enredado en este corro vicioso y sin fin, juego infinitas veces a que al final soy otro, mientras me escondo de mí.

Mi voz

Mi voz es un caudal, un tránsito indivisible, que empuja el soplo vital que llevan las palabras imposibles lanzadas hacia su muerte.

Mi voz es un torrente de viento húmedo, que tira las hojas secas del inconsciente sobre la cuenca del mundo.

Mi voz es un río, a veces mortal cuando viene crecido y, a veces, parece cristal tranquilamente dormido.

Mi voz es catarata de ruido, tormenta de vapor, hálito sobrecogido. Mi voz es un tiempo indefinido, en donde se despiertan dormidos los latidos del corazón.

Tantas cosas es mi voz y, sin embargo, ya ves, apenas parece silencio encendido cuando no se enreda en tu oído, ni te conduce conmigo a emprender al camino de la imaginación.

Separación

Me contó su tristeza poco a poco, sin agua. Me fue desgranando una historia de la que ni siquiera se hubiera percatado de no ser porque apareció el fin. Sólo se supo protagonista del drama cuando el telón, descendiendo con parsimonia, acertó a estar a la altura del corazón.

Yo sólo supe poner el hombro y levantarle la vista, aunque no sé si lo conseguí. Porque hay tristezas relativas, tristezas pasajeras y tristezas de andar por casa. Pero la suya era una tristeza infinita, amarga, la de darse cuenta, veinte años después, de que había vivido otra vida distinta a la que podía recordar.

Al final sonrió un poco, tímidamente, doblegando las ganas de reír. Entonces fue cuando más supe de las distancias, del poder de la palabra y de los efectos colaterales del silencio mantenido de quienes tienes al lado.

Porque hay distancias que no se pueden medir, que no se pueden guardar, que no tienen antídoto. Porque hay atajos que, aunque parecen llevar al paraíso, sólo sirven para prolongar el fin hasta que ya no podemos ver el principio.

Últimamente, he aprendido mucho de señales, incluso horarias. Tanto como para decir que aunque te puedes ir, es cierto, al otro lado del mundo, no existe ningún sitio tan lejano como para que no le importes a nadie.

También te puedo contar que no hay trayecto sin baches ni viaje sin compañeros, porque el mundo no es perfecto y muy chiquito, y todos vamos siempre hacia los mismos sitios. Que no hay ninguna distancia insalvable para quien no tiene prisa, y que, las ganas de llegar, no nos ahorran ningún paso, pero los hacen menos mecánicos y más llevaderos.

La única distancia imposible, la más dolorosa, suele ser muy corta en espacio, y es la que lleva desde de la indolencia del corazón hasta la indiferencia de los labios.

Pluma

Afuera, la luna está redonda en el cenit de un cielo blanquecino y malhumorado. Un viento gélido baja desde las cumbres altas y el rumor de su frío, que llega de todas partes y resuena en todos los ecos, ha dejado transparente el paisaje.

Un instinto de escaleras me llama desde el patio. Ahí, plantado, en mitad de esta noche de estrellas, el universo me parece más cercano, más visible. Necesito salir afuera y atravesar la barrera de los sentidos para sentirme libre.

Quiero apartarme de mí, confundirme con la materia de la que están hechos los sueños; y me alejo deprisa con un ansia infinita, con una necesidad innombrable, con una urgencia asfixiante.

Cuando yo ya no soy yo, cuando consigo mirarme desde lejos, percibo los instantes con más claridad. La memoria dispersa su niebla, las certezas se disuelven en el azar y el corazón cobarde va desgranando sus secretos.

Es entonces cuando comprendo que la vida es una pluma pasajera que va escribiéndome dentro todo lo que me pasa fuera.

Y que esta otra pluma, impredecible motor, sólo se enciende y escribe para devolver las letras invisibles que la vida me prestó.

Me lo voy pensando

Me lo voy pensando mientras escribo, mientras pienso aquí, sentado, mientras divago. Mientras deambulo, perdido en el laberinto de las cosas que no fueron. Herido en el centro por las cosas que no serán.

Me lo voy preguntando sin preguntar, mientras decido cambiar una palabra por otra. Afilo despacio el mensaje para que se te clave y no te lo puedas sacar. Enveneno los verbos con una pizca de soledad para que des un paso adelante y no te quedes detrás de este humo liviano y frío.

Me lo voy imaginando de camino, sin esfuerzo, en un acto natural, como cuando sueño con el mar y puedo sentir el salitre y el rugir de las olas y la humedad de la arena que quisiera pisar.

Me lo voy diciendo al oído, en un susurro contenido que me raya el espíritu con la duda de si vendrás de nuevo al laberinto. Con el ánimo encendido y el corazón apagado, te espero aquí sentado mientras pienso, mientras escribo.

Me lo voy pensando mientras lo escribo, mientras te llamo, mientras voy ensayando el saludo, mientras preparo el nudo con el atarme tu hilo para que no se me vaya a escapar.

Y ahora que ya que estoy preparado, por fin, decido que te tengo que llamar… y me lo voy pensando, mientras te escribo.

Pasas deprisa

Pasas deprisa, radiante, tan bonita, por delante de la verja del patio. Yo estoy sentado en una silla, a la sombra, como si te estuviese esperando.

Las hojas trazan en el aire el mismo vaivén que tus pasos. Te miro a hurtadillas desde todas las sombras, con el corazón de puntillas y el espíritu sobresaltado. Casi, casi, como si fuese una cita.

Aprietas el paso cuando miras al suelo, mientras se alargan los diez segundos de tu visita hasta que parecen horas cosidas a la esfera del reloj.

Pasas escondida del sol, de un edificio a otro, perdida en tus propias sombras. Pasas en silencio, como pasa el amor, como pasa la vida, como pasan todas las cosas perdidas que no vuelven nunca más.

Pero al llegar al porche, justo en el umbral, cuando todo parece indicar que me ignoras, levantas el rostro y, como en un extraño hola, te despliegas de pronto en una mirada furtiva.

Pasas deprisa, sin parar, mientras te vuelvo a esperar a la sombra, en una silla. Casi, casi, como una cita que no acaba nunca de empezar.

Instituto

Ella estaba allí en la ceremonia, bailando, despidiéndose, llorando. Cerrando, con liturgia melancólica, un círculo de los muchos que vamos abriendo por el camino.

Yo tuve que recolectar fotos para recordar todo lo que ya había visto con mis propios ojos. Mi memoria es tan frágil y voluble que me cuesta ordenar los fragmentos de vida que se quedan en ella como perdidos, inconexos, en espera permanente de una nueva revisión.

Pero ¡cómo he podido olvidar tanto! Si apenas consigo evitar la ley de la humedad en la mejilla cuando me abraza en el sofá y me hace cosquillas para que le deje espacio.

He tenido que hacer recuento, ajustar fechas, comparar calendarios. Me avergüenza pensar que me ha pasado de largo, que se me ha esfumado su infancia por entre los dedos.

Ya sé que no hay compuertas que puedan detener su crecimiento, ni su predilección por lo imaginario, ni su vocación insistente de cometer errores advertidos. Ya sé que es tan inevitable su llanto como su risa, su alejamiento silencioso como su progresión hacia la vida.

Pero… no darme cuenta de cómo cambiaba cada día, no haber detectado las señales claras que emitía, no saber interpretar las pistas que iba dejando, me conduce al sentimiento enmohecido de haber estado mirando hacia otro lado mientras crecía. De haberme conformado tan sólo con la táctica del avestruz.

En septiembre, cuando llegue su calendario a la frontera de otra inquietud, ella irá al instituto, como su hermano. ¿Ya han pasado doce años? ¡Qué deprisa pasa la vida cuando el corazón del hombre late con urgencia en la sangre compartida de otro pecho!

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