Cuando abro la puerta, al regreso de una jornada monótona y cansina, las paredes del recibidor parecen apartarse, dejar paso, alegrarse de la visita. El silencio sale al encuentro y me recoge los trozos descosidos del alma con una extraña placidez amable. Converso con los muebles en un idioma aprendido de miradas solitarias y la casa vacía respira aliviada, por fin, de dejar de estarlo.
Colgar en la entradilla los aperos del trabajo es como volver a tomar posesión de tu propia vida. Limpiarse las manos de mundo, sentirlas libres y tenerlas dispuestas para uno mismo. Comprimir el infinito en dos plantas, activar la lupa de lo cercano y respirar intimidad. Bajar al camerino en el entreacto y olvidarse un momento de la obra, del autor y de la escena.
El pitido de la tetera, insistente, agudo, rectilíneo, no es capaz de romper el silencio, sólo sirve para adornarlo. Para dar la voz de alarma y cortar el tiempo en daditos que se echan en la taza que remuevo continuamente. La música que suena desde el aparador tampoco lo ensucia ni lo detiene; más bien lo duerme, en las notas que van deshaciendo, poco a poco, el envoltorio de rictus solemne en el que traía guardado el corazón.
Pero no, no todo es apacible. Echo de menos el ruido cóncavo de tus besos, el trajín suave que trae tu baile de pasos simples encaramados en la escalera, la burbuja de tu risa que explota en colores desde la puerta. O un murmullo tranquilo, ruido de calma, de esos a los que convida la vida corriente.
A veces, el silencio se me ondula en la garganta y me asfixian las palabras que quedaron atrapadas en los dientes. Suben y bajan por el pecho fantasmas antiguos vaciando el aire, enturbiándome la mente. Miro al precipicio de la memoria con los ojos desencajados, atrapado en terreno de nadie, con un corazón rebelde que anuncia retirada.
Y me hundo en la tristeza de aquel silencio de palabras. No hay silencio más triste que el que está repleto de palabras. Como aquel, cuando yo no supe escuchar lo que me decías y tú no quisiste mirarme a la cara.
Adiós es una palabra que siempre trae silencios bordados en un doblez de la manga.