Los caballos del cielo refunfuñan su furia en tropel. La luna tirita de sombra tras las nubes oscuras, que arrebatan la negrura del cielo jugando al azul tenebroso de un gris amenazador. La naturaleza se enfada en el patio, removiendo cólera con las ramas de los árboles desguarnecidos de luz.

Gotas gordas, sonoras, verticales. Suena el redoble del agua en los cristales, que se dejan amedrentar por el viento. En el suelo, marcadas con cicatrices redondas, se ven las heridas imposibles de un agosto que parece querer terminar antes de tiempo.

El otoño lanza un aviso de relámpagos amarillentos que iluminan la bóveda celeste con pintura de destellos. Después, el ruido, un bramido de olas gigantes que rompen en las playas rocosas de tierra adentro. Asoman como tambores de guerra de una batalla etérea que se acerca enmudeciéndonos con su estruendo.

Todo parece perdido cuando el olor a tierra mojada se adueña de mi corazón. Quisiera salir para rendirme, para ver la lluvia desde abajo, para aliviar el sol anclado en este bochorno que se resiste al empuje del viento. Pero, sin saber por qué, deja de llover, para el ruido, se van las nubes negras y flota la luna de hilo en hilo en el mar de las estrellas.

Tal vez la mariposa no abrió del todo las alas. O, quizás, el desierto que se acerca con paso firme hizo una buena jugada para no dejarse vencer. Aunque me temo que, más bien, fue la Luna la que espantó el llanto con un soplo de entereza. De lo que parecía tormenta incontenible de chaparrón y aguacero, sólo queda un viento desapacible y espeso, que seca las huellas del agua, achica los ojos y se incrusta en el silencio.

Te comprendo bien, Luna. Estoy al tanto de tus mecanismos propios. Porque yo también, algunas veces, tomo aire con fuerza, ensancho el pecho y resoplo. Para estrujar la gota que empieza como lágrima y no consentir, de ninguna manera, que acabe en sollozo.

Y un instante después me queda, como a ti, un suspiro desapacible y espeso, que seca las huellas del agua, achica los ojos y ata mi voz al silencio.