Nadie hubiera dicho, cuando nos conocimos, que la balanza de tu corazón se inclinaría hacia el mío. Los gestos educados que esbozamos, no delataron la profundidad del desequilibrio.
Nadie hubiera imaginado que, echarnos de menos, era para ti un misterio y para mí un imprevisto. Que, esperar noticias del otro, era motor y freno, costumbre e instinto, necesidad y antojo.
Nadie hubiera adivinado nunca los sueños en los que nos tuvimos. Nadie hubiese acertado jamás el rostro que se nos aparecía en la oscuridad cuando cerrábamos los ojos. Nadie hubiese podido saberlo, ni siquiera nosotros.
Nadie hubiera creído que yo jugaba a quererte y que tú hacías lo mismo. Nadie hubiera predicho, ignorantes de nuestro asunto, que urdíamos la ocasión para volver a estar juntos.
Tanta gente que se cruza y se aleja, que resbala en los escalones de la memoria, que levanta el polvo del camino sin siquiera dejar una huella, y nosotros, sin previo aviso, sin esfuerzo, hemos bailado a través del tiempo la danza del porvenir.
¿Quién iba a decir, cuando nos conocimos en aquel sueño, que después vendrían un ciento y después otros mil?
Nadie sabrá explicar, cuando nos veamos de nuevo, que nuestro encuentro no habrá sido casualidad. Que nuestro abrazo, suave por fuera pero ardiente por dentro, no habrá sido un regalo caprichoso del azar.
Porque yo sé, como tú sabes, que el encuentro que tenemos pendiente, es un beso inevitable.