Delante de la pantalla, mirándome al espejo, alcanzo a ver los reflejos del yo que puedo ser. Es un ejercicio insólito, una imagen difusa de mensajes embotellados que flotan en la deriva del tiempo. Un océano electrónico que moja todas las costas, pero que sólo encuentra playa en aquellas orillas que se dejan ver al trasluz de otras señales de humo.

Soy yo mismo, puzle desparramado en los renglones, quien se reconstruye, bit a bit, con las piezas de otros. Es un proceso ambiguo y sorprendente: dulce y triste, áspero a veces. Encuentro simetría en las palabras, vacilo en todos los abismos que abren los espacios en blanco. Me detengo un momento, respiro silencio, en cada suspensión de puntos consecutivos…

Cronometro el eco, bebo infusión de gente remota y cercana, exprimo el jugo de una vida inexistente sobre el universo de tus palabras. Me veo escrito en otras circunstancias, visto de mi talla tus apariencias. Me embebo en otros mundos, que hago míos al tocar la primera letra, y vivo historias que tal vez hayamos soñado juntos. Es entonces cuando noto que, aunque de lejos, siempre te tuve cerca.

No me cansa encontrar preguntas para mi falta de respuestas, ni me aburre el ejercicio intermitente de disentir y estar de acuerdo. Pero lo que me mueve es la curiosidad y el asombro de esta simetría del espejo. Este andar desperdigado en los renglones de otros, esta transfusión de memorias y sueños, parpadeante a intervalos, que se acelera conforme avanzan los versos.

A los dos lados de las palabras tropiezo con mi propio yo. Porque he descubierto que, detrás del brillo, no hay en el espejo simetría más exacta que la del corazón.

Y no puedo evitar esta emoción del estallido de las teclas, esta sombra de inquietud, que me lleva a creer que, en aquello que escribo, sin querer, también andas —y andas bien— reflejándote tú.