El bullicio de la ciudad estaba muy cerca. Pero, al cerrarse la puerta del hospital, pareció enmudecer. Los murmullos severos de la sala de espera sala de desesperación, más bien emulaban un manantial de intranquilidad. El chirrido de la camilla, avanzando veloz por el pasillo, hizo que contuvieran la respiración todas las bocas al unísono; para no delatar su presencia, si es que la muerte paseara en ese instante entre los vivos.
El silencio de los hospitales es zumbido de incertidumbre. Un silencio pastoso que se queda pegado en el paladar y atraganta palabras en el corazón. Es un silencio que inclina al suelo las frentes, que suspira hacia dentro las emociones incontenibles.
Pero no es el silencio, ni el color de la sangre, ni la palidez de los rostros. Ni el verde de los uniformes que miran el panorama con el desdén de quien convive todos los días con la tragedia. Son los ojos lo que me conmueve, lo que me aniquila el poco valor que me queda. Hay ojos perdidos en las paredes, ojos inexpresivos, acuosos, indiferentes. Pasean por la estancia los ojos a pares, sin mirarse a la cara, como temiendo afrontar a una verdad desconocida.
Sólo el lenguaje estridente de las ambulancias pudo ahuyentar el sopor del silencio y la espera, con mi hombro apoyado en la reciente amistad de una columna. En el umbral de la consulta, las ojeras embatadas de una chica joven me dieron la bienvenida mirando, concienzudas, los papelitos de colores desplegados sobre la mesa. No recuerdo si me llamó por mi nombre.
—Todas las analíticas han salido normales. No debe preocuparse, tranquilo. Anímese, hombre, que no es nada.
El frío de la madrugada me sorprendió con el corazón minúsculamente ingrávido, como flotando por dentro de la camisa. Anestesiado con esa especie de corcho que produce el alivio que sucede al miedo. Deseaba que, al menos, el ruido que me dejé al entrar me estuviera esperando en la puerta, pero la noche no pronunció más palabra que el goteo inconstante de mis pasos.
Volví desvariando todavía inquieto, el regreso duró lo justo, en asuntos en los que ahora aún pienso. En lo efímero que resulta el tránsito por el mundo, en las frágiles criaturas en que nos transforma el miedo, en el poder curativo que tiene una palabra amable o un gesto de aliento.
En que un hospital es un sitio inhóspito, en que a menudo la vida es ingrata. Y en que lo que hoy creemos que lo es todo, tal vez mañana sepamos por boca de un niño que, al final, no era nada.