He visto, con mis propios ojos, sonrisas que alivian los traqueteos del alma. Yo estaba allí, entrometido en el pecho que me abrazaba, sintiendo cómo una mirada se revestía con brillos especiales de comisuras recién levantadas. Yo estaba allí, cuando amaneció a deshoras, cuando iluminaste la estancia con un solo mohín, como si tus labios supieran dibujar estrellas rebeldes a las leyes del universo.
He visto sonrisas que eran nubes, que eran lunas; que hacían preguntas cuya respuesta no supe hasta que pasó de largo el azar. Yo estaba allí, transparente, cuando tus labios opacos se escondían de la verdad, de los nervios, de las dudas y de las ganas de llorar.
Es fácil distinguir las sonrisas que están rellenas de humo, porque se desvanecen al primer soplo. Pero las tuyas están hechas con algarabía de espuma de mar, aguantan la brisa, te salpican encima y, poco a poco, te hacen naufragar. Allí, a la deriva de tus ojos, estaba yo, en la isla desierta de las noches perdidas al sueño, haciéndome cada vez más pequeño, girando de sed y deseo en tu timón.
Yo sé que tu sonrisa es muchedumbre cuando prorrumpe a borbotones, cuando asciende deprisa por los escalones de la alegría. Yo sé que es antídoto y veneno, porque me cura, suavemente, de la melancolía que me deja cuando estás ausente y no la veo. Conozco muy bien tu sonrisa, he estado en tu cielo, he estado a los dos lados de tus labios lanzados hacia mis besos. Yo fui quién te insufló con ellos el aire con el que me dijiste que sí.
Siempre estaré allí, ya sabes dónde, recordando lo tuya que es la sonrisa que me sale del corazón. Y es por eso que aún no puedo, ni quiero, decirte de nuevo… adiós.
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