Horada el silencio de la madrugada con su llamada nerviosa, un grillo despistado, equivocado de estación, que no se bajó a tiempo del tren del verano y sigue su viaje solitario por entre las hierbas del patio, oculto en algún rincón.

Cruza un caracol las baldosas blancas y rojas a velocidad de crucero, dejando en ellas un reguero de plata que sólo la luna es capaz de delatar. Extraña excursión, mudanza casi, por el desierto de cemento hacia un destino incierto de hierba fresca, que sólo existe en su imaginación.

El gato del vecino juega sus bazas de galán primerizo sobre las ramas del níspero en inquietante equilibrio de piruetas arriesgadas. El jazmín renace del desastre del granizo, fanáticamente persevera y afronta de nuevo su interminable ascensión, interrumpida por las turbulencias de la tormenta.

Esta noche, veo locura por todas partes. Pulsión frenética, empeño de vida, que empuja a las criaturas a ir más allá de la supervivencia, más allá del instinto, más allá de la prudencia. El futuro se aparece con fórmulas químicas que enredan desde dentro, imperceptiblemente, la voluntad más escondida hacia los sueños.

Tal vez sea tu llamada, la luna, el espíritu de las cosas, la semilla de la duda o la fuerza del corazón. No sé, es posible que tal vez sea yo. El caso es que me arrastra la odisea del grillo, el esfuerzo del caracol, la voltereta del gato, la cuenta del reloj. Me quema el presente en las manos cuando, aporreando el teclado, te busco para gritarte que tienes que estar en algún lado y que todos los futuros son posibles.

Porque a pesar de mi desconcierto, y aunque parezca increíble, en mi interior también habita un aliento que insiste, un motor que me empuja hacia un pulso inacabable, una inercia invencible que me lleva hacia delante. Un instinto, una creencia, una locura que me impulsa a cruzar este patio de baldosas hechas con literatura.

Para dejar este hilo de plata que sólo puede delatar la luna en el parpadeo de unos ojos imaginarios, asomados al patio de las palabras desnudas.