Me capturó con su dulzura y sus malas artes, hace ya tanto tiempo que ni me acuerdo. Al principio, eso si lo conservo en el directorio principal de mi memoria, me daba un poco de miedo. Había oído hablar a otros, alertándome de que atraía un cierto peligro que expresaban en términos un tanto vagos y misteriosos, como de no haberlo experimentado en carne propia.
No les hice caso. Bueno, tampoco es que fuera una decisión completamente consciente, sino más bien un acomodo paulatino, como suele ocurrirnos con los amigos. Empieza por no molestarte su presencia; luego, el atrevimiento de los acercamientos tímidos, con precaución desmedida, que se va desmoronando a fuerza de constatar que te sientes muy bien a su lado y que no tienes la sensación de que te haga daño, da paso a lo cotidiano, a lo normal, al roce continuo.
Más tarde, hay noches de calor que te asoman al precipicio de la desesperación y caes en el cielo del viento de sus caricias invisibles que te ponen la piel de gallina. Te envuelven, te transportan, te elevan a la cima del mundo. Todo se calma, la noche se hace menos espesa y reencuentras espacios de vida que dabas por aniquilados de forma permanente.
Y llega la primera noche completa. Siempre hay una primera noche, hermosa, delicada, intensa. Una noche que pasa como un suspiro en el paraíso, que desaparece cuando el sol asoma por las rendijas y te sorprende en sus brazos. Y aunque no puedes evitar un cierto sentimiento de culpa que asoma por tu garganta carrasposa, en realidad, te sientes tan feliz que deseas interiormente que pase deprisa el día para volver a encontrarte de noche con sus abrazos frescos de viento.
Entonces, te das cuenta de que estas completamente perdido. Cautivo feliz del ritmo de sus andanzas, prisionero de sus soplos, recluso de su influencia. Inquieto, sudorosamente febril en su ausencia, eres rehén de su frío en pleno síndrome de Estocolmo; galeote que disfruta más con su condena que con la libertad. Atrapado para siempre en las garras de su frialdad.
Fiel amigo de este tecleador, compañero de aburrimientos, inestimable paladín del sueño, imprescindible y discreto en el amor. No sé qué sería de mí, en estas noches tórridas de verano, si me faltaran los besos suaves de mi aire acondicionado. ¡Qué sería de mí!