Suelo escribir a borbotones, volcándome sobre el teclado como niño que se queda clavado sobre el aparador de los dulces. Levanto la vista de tanto en tanto y retrocedo, modifico letras, me retrepo en el sillón para esperar la palabra consecutiva, la idea contigua, la emoción del instante siguiente.

Cuando llegan, vuelvo a la carga, galopo a ratos sobre las teclas y, a ratos, troto. Me paro, me levanto, paseo, bebo agua. Siempre agarrado a las paredes, porque las palabras no descansan en mi cabeza, me aturden los pasos y me trastabillan las piernas.

Pero no siempre acuden. Muchas veces me rehuyen las dichosas palabras, me abandonan al amargor de la expectativa infructuosa, a la impaciencia de una prórroga de la insatisfacción. Me dan plantón, rompen todos los acuerdos y me quedo con los tiestos peripuestos en el ordenador.

Guardo con mucho cariño esos retales y, cada cierto tiempo, me entra el gusanillo de revisarlos para intentar arreglarles el dobladillo. Pero, como sastre, soy peor que el del emperador, un auténtico desastre. Casi nunca lo consigo. Y se quedan conmigo los retales, adornando algún archivo de mis documentos.

Ahora voy a dejar uno aquí. Se ha ganado el derecho de salir a la luz a pesar de estar incompleto, porque también es mío, también soy yo. Iba a ser la tercera parte de Reflexiones, refracciones y reflejos. Pero he sido incapaz de terminarlo.

…El brillo del espejo es fascinante. Luz pura, suspendida en el éter óptico, escondida bajo el océano, como bella durmiente que aguarda príncipe lector al rescate. Como gota sutil que espera viento para lanzarse en lluvia y empezar el ciclo inigualable de la comunicación profunda. Un efecto mariposa, con unos y ceros que palpitan con su corazón de número, en el caos impredecible de la electrónica.

No se ven los defectos de la luz cuando no intervienen más cuerpos que los bordes celestes del navegador. Todo es nítido, transparente, liviano. Decimos lo que queremos decir y entendemos lo que queremos entender. Sin más interferencias que los pantallazos azules de Bill Gates o los «no sé lo que me pides» de La Coctelera.

Esbozamos nuestra propia imagen sobre palabras o fotos, o canciones, con diferente estilo y distinta parsimonia. Nos dejamos caer por los rincones que ofrecen un centelleo parecido al nuestro cuando dicen lo que nosotros decimos o si lo hacen de manera que los entendemos. O porque nos deslumbran. O sencillamente, hacemos caso a quienes nos lo hacen, en prueba de bien nacida habilidad para contactar con nuestros, en el más literal sentido de la palabra, semejantes.

Sin embargo, nuestro propio reflejo sólo cabe en un ángulo pequeño, en una disposición precisa; si apartamos la vista del centro del espejo en busca de más brillos, ya no podremos vernos en él. Además, incluso desde la mejor perspectiva, hay partes que siempre están ocultas a nuestros ojos, la espalda o la nuca, que nunca relucen pero que están detrás, dimensionando la vida, escondidas hasta para nosotros.

Para nosotros sí, pero no para los demás. Curiosa propiedad antisimétrica de un objeto que palpita simetría. Que permite ver el mundo completo que se asoma a su relumbre, excepto los matices oscuros del propio observador. Que muestra y que oculta, que refulge y que esconde…