La luna bordeó el horizonte negro del cielo a la misma hora en que despertaban mis ojos sin sueño. Para ti fue mi primer pensamiento neblinoso de sonámbulo intrépido.

Tardó un buen rato en descorrerse el velo de la realidad, a pesar del chillido impertinente de las luces de la cocina, que activaron un instinto imperioso agarrando mis párpados.

Me aferré a la taza, rellena de negro, removiendo el fondo de cristales blancos, impregnándome con ese aroma artificial a mañana que nos saca de la somnolencia. En cada sorbo, un nuevo pensamiento te traía, sin miramientos de código, al espacio en que no estabas, arrastrando, con él en los hombros, el sabor del café que tú preparas.

No había más ruido que el de dentro de mi cabeza y el de los engranajes del mundo girando imperceptiblemente sobre las estrellas, cuando salí al patio buscando conversaciones íntimas con la brisa, que me recordó, al oído, la inquietante ausencia de tus caricias.

Después, poco más. Letras y más letras. Vueltas al mundo en naves cibernéticas que ahuyentan en cierta medida la melancolía y, en cierto modo, la alimentan cuando se encuentra, allá donde se busque, siempre con asombro, que el sabor que destilamos todos, esconde las mismas certezas que descubre.

Noto cómo se alinean los planetas a favor, o en contra, cuando veo un resplandor de rendijas que asoman. Cuando siento el calor de la luz que ahuyenta las sombras, cuando el cansancio hace mella y me embota los dedos, hace tiempo liberados y presos de su propia torpeza.

De camino a la cama, pesándome los párpados en cada palabra, sólo me alivia el consuelo de saber que, justo antes de que empiece el sueño, podré tenerte otra vez, en mi último pensamiento.