La verdad es que tu sonrisa sigue llamándome a los ojos, me sigue abriendo las ventanas del corazón para que le entre aire fresco. El mismo aire, el único que alborotas con el pelo cuando te quitas el abrigo. Tenerte a distancia de abrazo, ya lo sabes, no me resulta sencillo.
La verdad es que sigues moviendo las manos cuando me hablas. Y no dejas de moverlas nunca, dibujando palabras a contraluz de una tarde rota escapándose por la ventana. Zarandeas en ellas la taza mientras la sujetas con tanto mimo, que terminas convirtiendo la porcelana en un ovillo.
—No me puedo quejar, ¿y tú? ¿qué tal?
Te observo de reojo para que no veas mi mirada. Para que no te asustes y te vayas corriendo. Para beberte a sorbitos de luz callada y encontrarte desprevenida. Para que no puedas ni siquiera sospechar que mis ojos bailan como locos con tu recital de cercanía.
—Perdona, ¿qué decías?
Te sientas en el borde mismo del asiento, sin cruzar nunca las piernas, para que no pueda olvidarme ni un momento de que no te quedas. Bajas con parsimonia la barbilla y besas el té perdiendo la vista en la pared, en la mesa, en la esquina del mantel…
—Es una pena que tengas que irte tan pronto…
La verdad es que todo sucedió sin imprevistos, bien ceñidos al guion de la cortesía. Frío incluso, como temiendo testigos apostados. La verdad es que hubiera deseado que volviera aquella locura desatada, aquella fiebre infinita, aquel solo de arpa de tus manos en las mías.
La verdad siempre se nos quedó un poco corta, un poco vacía. Tal vez, esta noche, necesite echar mano de una mentira.