Desde que no estamos juntos quién sabe si nunca lo estuvimos y la vida siempre es sueño, ha cambiado todo mucho. Nada puede detener el avance del tiempo. Ni nada puede interponerse cuando el meticuloso engranaje lejano de los astros remueve, a saltos, todos nuestros desplazamientos al rojo.
No he olvidado tu piel; pero, las huellas que me recorrían de norte a sur en la palma de tus manos, han dejado de hervir en la superficie y han iniciado un viaje sin retorno hasta lo más profundo de mi corazón aletargado.
Tus besos tibios, de espuma que estallaba en mis labios, son ahora fantasmas de aire que ansío respirar de nuevo. Su brisa no me alcanza y, por más despacio que me muevo, no consigo hacerlos resucitar a tiempo.
Hemos cambiado de sitio y la distancia de los abrazos se ha convertido en la inmensidad de un calendario ondulado que antes nos mecía suavemente en sus altibajos y que, ahora, se retuerce en días concretos que esperan inútilmente un reencuentro; que ya no es una victoria, sino un regalo agridulce del azar.
Sólo el hilo de tu voz viaja más rápido que el recuerdo y renueva los cabos sueltos de este paisaje solitario del corazón. En mi propia teoría de la relatividad y el asombro, tu voz despierta paradojas mientras pienso que ya no estás, que hemos cambiado mucho. Es cierto y, sin embargo, en el instante tan breve en que me alcanzan a toda velocidad tus palabras, otra vez parece que te tenga a mi lado y que nunca hubiera cambiado nada.
O será que tu voz es capaz de ensancharme el corazón y achicar el espacio.