El ritmo de la prisa enfurece mochilas y maletines. En el hormiguero de la estación me recibe la soledad geométrica de los pasillos abarrotados de pasos ligeros y febriles, la angustia de la desorientación señalizada, la estridencia de un bullicio repleto de desconocidos.

Intento caminar despacio, pero es imposible resistirse a la corriente humana de vaivenes presurosos. Todo el mundo parece saber hacia dónde se dirige, pero el eco de los pasos rebosa con la inquietud escondida de un desamparo desolador.

Suben y bajan las escaleras mecánicas con su monotonía de dientes afilados, con la parsimonia exasperante de no conducir a ningún sitio. Ni siquiera en ellas se detienen los pasajeros, que nadan en los peldaños con sus aletas de codos y sus silencios de maleficio.

Las pantallas gritan sin ruido su laconismo de mensajes mientras el coro de los carteles telegrafía un canto de sirenas que conduce al extravío. Leo su calculada frialdad en legítima defensa, con la más angustiosa intensidad que he leído nunca, restregándome en ellos las pupilas para que el dolor se encargue de despertar mi cerebro embotado.

La selva de pasajeros avanza por lianas de tubos mientras yo me aferro a las manos de la confusión. Sigo leyendo el prospecto enmarcado, las pintadas en los asientos, el color de las razas. Sigo leyendo la ausencia en las miradas, que edifica a mi alrededor un muro insalvable de incomunicación.

El vagón adelanta al tiempo y el tiempo adelanta a las manecillas del reloj que no llevo, pero que late acelerándose en mi interior. Hasta que la carrera se detiene por un instante y el chirrido metálico de la puerta vomita con un sobresalto de empujones su indigestión de impaciencia contenida.

Sigo leyendo, sigo andando, echo a correr. Un inexplicable frenesí de pasos se instala en mi estómago. La sordera de corcho de los pasillos abarrotados me libera del peso de mi cuerpo y nado con los codos al escalar peldaños, de dos en dos, en las faldas que dan acceso al último rellano.

Reluce el sol cuando salgo de las entrañas de la tierra, respiro aliviado el humo amargo de vehículos que braman pidiendo un verde que no es el mío. Me alejo del laberinto y me sumerjo en arquitecturas desoladas, recorriendo la cuadrícula estrecha que miran los escaparates, intentando eludir las secuelas del viaje.

Pero ya es demasiado tarde para mis pasos, que se aturullan en la libertad secuestrada por el hormigón. Y, entonces, siento cómo la prisa indescifrable del Minotauro de hierro me ha envenenado por dentro hasta el tictac del corazón.