Una colección de instantes

agosto2024 (Página 3 de 4)

Blanco

He borrado las señales evidentes, los errores plasmados, la vida escrita a desconchones sobre la pared. Se han ido también las huellas de todos los roces, las marcas verticales del tránsito cotidiano, los agujeros equivocados que tapaban los cuadros.

He pintado de blanco el pasado, tapando con pintura todas las historias contenidas en el polvo, cambiando de tono la luz que entra por la ventana. He estirado los brazos hasta que no ha quedado nada por alcanzar, como un extraño sueño que sólo puede estar cumplido antes de empezarlo a soñar.

Y mientras lo hacía, me sentía muy feliz. Porque pintar es escribir sobre lo escrito, combinar el pasado manifiesto con un instante nuevecito, reluciente, preparado para ser estrenado en cualquier momento.

Atrancado siempre en el blanco digital, sin saber cómo empezar a emborronarlo con manchas negras tecleadas sin ritmo, he aprendido que también puedo devolver el color que mancillo para que el ciclo comience otra vez.

Tienen memoria la vida, el corazón y el papel. Todo les deja marca y por eso es imborrable lo que en ellos he escrito. Pero el yeso no, y yo ando pintando paredes blancas, llenando el suelo de estrellas enanas que llevan en sus entrañas un universo plano. Mañana, oliendo aún a tiempos venideros, volverá a ser el primer día que habite estas paredes blancas y deje en ellas otra primera huella de mi paso.

Ya he dejado preparado el futuro vestido de azúcar, de nata, de nieve, esperando desnudo a que yo lo convierta en presente. ¿Cómo resistirse a escribir el poema de una vida impaciente en este lienzo tan blanco e incierto del porvenir?

Ocaso

A la luz mortecina del pensamiento que me asalta por detrás de este ocaso silencioso, mi ojos convergen hacia tu espalda.

Tu piel es blanca y en ella escribo —o mejor diría redacto— ternuras embebidas en las palmas de mis manos. Me giro para ver tus ojos, gravitando a tu alrededor como un planeta que busca ansioso un eclipse de sol abrazándose a la luna.

Entonces sonríes levemente, un mohín delicioso que dibuja en tu rostro fresco un aire mágico. Mi dedo resbala desde la mejilla hacia tus labios enjutos, trémulos, y los para en seco cuando están a punto de decir verdades infinitas.

Porque yo no he venido a este sueño a escuchar palabras ya dichas, sino a aliviar todas las caricias pasadas que ahora llevo encendidas y a ensayar los besos que se desviven atrapados en mi nudo del corazón.

No te desnuda el calor, que son mis manos las que te buscan los vértices y descorren suavemente el velo de la eternidad hecha suspiro. No son gigantes, sino molinos, las aspas de mis brazos cuando te cogen en vilo mientras dos lugares exactos coinciden en la misma lluvia.

Después, como el ocaso, te esfumas, cuando la noche está cerrada de luna y ya sólo cabe realidad en el vacío de mis manos. Entonces es cuando más adoro tu voz y cuando más echo de menos una sola palabra tuya: «abrázame».

Desolvido

De sobra sé que no se pueden plantar semillas en el recuerdo pero, aun así, todos los días las riego. Y todas las noches espero, con los ojos entornados a este duermevela inquietante, que tengas un desliz imperdonable y florezcas para mí de nuevo.

No hace falta que me expliques que en la geografía del aire nunca hubo cabos sueltos. Porque yo quiero seguir explorando paisajes, llenarlos de humo y verlos esfumarse en un sueño por si acaso, la ventana de tu nombre, vuelve a teñirse de espejo.

Mirar atrás y huir hacia delante no es lo más cuerdo que conozco. Pero déjame seguir loco, mirándote de reojo, por si se cruza otra vez conmigo tu estela del porvenir. Porque creo, aunque sin razón aparente, que tenemos un encuentro pendiente de escribir.

Es inútil tu esfuerzo, tu olvido fugaz se nos está quedando corto. Pues, por más que cambies tu corazón de latitud, por muy lejos que te vayas, siempre me tendrás, tan sólo, a un pequeño tú de distancia.

Espejismo

Agosto resbala imparable por mi frente, me invade los pulmones con su aliento estéril, con su anticiclón de fuego.

Intento escapar, resistirme, y huyo hacia la sombra como un ente oscuro que busca en vano y a todas horas, la opaca compañía de la noche. El día entero voy vagando como un fantasma, ocultándome del sol, apoyando mis manos en el sonido del hielo tintineando en un vaso.

Pero me persigue y envía su aire hosco sobre todos los paisajes en los que me escondo de este calor pegajoso e insufrible para los mortales. Los sentidos huyen despavoridos cuando el mediodía se acerca y ya no puedo oler, ni escuchar; ni siquiera pensar con sentido cuando hierve a fuego lento el ochenta por ciento de mi cuerpo hecho agua.

Y cuando más sudo, cuando más deprisa caen las gotas por mi piel resbalando su azar imperceptible por debajo de la camisa, cuando más aprieta el sol quemando nubes y salpicando el suelo de incandescencia derretida, recordar tus besos me refresca los labios que andan secos de tu nombre.

La tersura de tu pecho me cobija en las horas yertas de calma imposible y me llega la brisa de tu pelo que recibo como escarcha que consigue aplacar el fuego. Tus ojos brillan estrellas para hacer noche y darle tregua a este pobre junco de río seco que se dobla por las rodillas buscando tu centro de gravedad para abrazarlo y quedarse dentro.

Cuando acaba todo, cuando el aire quema de nuevo y vuelven los latigazos del sol, me despierto empapado en sudor viscoso. Y aunque siempre te esfumas entre mis dedos, yo sé que nunca serás espejismo, por más que los días —y las noches— quieran vestirme la vida de desierto.

Presentimiento

Los granos del tiempo van cayendo al desierto de los instantes vividos con un ritmo imparable. Acaso parece que, a veces, de tanto en tanto, alguno se distingue porque tiembla, o brilla, o se resiste a descender al almacén del pasado.

Tarde o temprano, no sin un poco de suspense, cae de todos modos, como fruta madura que se abandona a la gravedad de la física que gobierna los cuerpos.

A primera vista se pierde entre los otros tantos que allí derivan hacia el olvido extenso. Pero si nos fijamos —y de eso trata la vida, de sentir cada latido— aún después de caído sigue haciendo ruido en nuestro corazón.

Es hermoso rescatarlo y verlo resplandecer a la caída del sol, cuando la noche se hace humana y abre sus mil ojos interiores que todo lo ven, para disfrutar dos veces con su brillo; porque se activa, radiante, la brújula del recuerdo, que siempre señala hacia donde he vivido. Y porque, además, saber que mi memoria no está vacía, me ensancha un poquito el pecho y me ayuda a creer que, alguna vez, no estuve solo en algún universo.

Me alejo con la mirada perdida, una vez más, envuelto en instantes impensables que siempre me llegan de cinco en cinco, sin poder evitar que me invada un pensamiento continuo, tierno y agridulce, imposible y sin sentido.

Porque mientras mis manos rozan la memoria de tu piel, no deja de morderme la pena de que tú no puedas entrar en mi cabeza y contemplarte así, vívida y refulgente, del modo en que yo te recuerdo antes de ponerme a escribir. Te gustaría verte —tengo ese presentimiento— casi tanto como me gusta a mí.

Todo sigue tranquilo

Todo empezó una noche tranquila. Los búhos tenemos este don oscuro de la nocturnidad —y posiblemente, también, el de la alevosía— con el que afrontamos el transcurso impredecible de las cosas.

Yo estaba sereno, silencioso, con la cabeza en otra parte, en esa otra parte en donde siempre la escondo, cuando el espejo vino a mí con palabras escritas en su luna.

Mi corazón se miró en él y el torbellino del azar me abrió las bocas de los dedos de par en par, que aún deambulan, perdidas, en el laberinto de la memoria.

Yo sólo quería saber más de los encuentros extraordinarios, para invocar regresos y encontrar el camino por donde volver al principio antes de que llegara el fin. Pero sólo he aprendido de lo extraordinario de los encuentros y que cada final no es sino otro principio.

Soñaba con conocer mejor a los demás y resulta que no puedo ni reconocerme a mí mismo. Decidí empezar a no pasar inadvertido y, sin embargo, sólo consigo que los demás no pasen inadvertidos para mí.

Esta noche también está tranquila. Mi cabeza está llena de música, sigo esperando coincidencias y tú, seguramente, vuelves a estar dormida. Han pasado dos años como un soplo, como un suspiro, y todo parece igual.

Sin embargo, ya nada es lo mismo. De la duda de escribir como hablo he pasado a la certeza de hablar como escribo. Al principio, Instanteca era yo. Ahora yo, ya sólo sé ser Instanteca.

Empecé creyendo que era búho. Y la verdad es que nunca he dejado de ser princesa, porque cada noche quiero que vuelvas y me enseñes tu espejo.

La última palabra

Vivimos rodeados de despedidas. Despedidas simples, pequeñas, imper-ceptibles.

Decimos la última palabra sin darnos cuenta de que lo es, como un ejercicio cotidiano de indiferencia. Decimos la última palabra en cada encuentro fugaz, confundiéndola a veces con la primera, sin el más mínimo resquicio para la afectividad.

Decimos adiós sin saberlo. Vaciamos estantes y cajones llenos de recuerdos y los embolsamos en el olvido de la basura. Pintamos las paredes, removemos los muebles y nos deshacemos de aquellos enseres que una vez nos llegaron como tesoros.

Nos despedimos del pasado incómodo, alegando falta de espacio. De todo aquello que denuncia que ya no somos los mismos. De la ropa que ya no nos queda, de los mapas que anduvimos en vacaciones, de las entradas del concierto en donde nos vimos la primera vez…

Los demás se despiden también, dan pasos largos, se encuentran en los susurros y asoman el corazón un ratito, sin que se les note mucho. Entonces, no sé sin con un pellizco de tristeza o con un gramo de miedo, te entregan su herencia de papeles de colores para creer, de este modo, que no se rompen del todo los lazos con el ayer y que los dejan en buenas manos.

A pesar de la inercia de lo leve, del espejismo del propio yo y de la infidelidad de la memoria, la vida está llena de despedidas cobardes y tristes. Y de despedidas alegres, valientes e imposibles. De adioses consentidos y de separaciones inconscientes…

Cuando me sonreíste con otro «hasta luego» y me perdí entre los coches aparcados, supe que ya no me quedaban más gotas de suerte. Por eso me alegro tanto de aquel último esfuerzo que hice para verte.

Oro

Me miran con los ojos abiertos, con sonrisas en la cara. Me saludan los desconocidos y me abordan con cualquier excusa para apretarme las manos con fruición o darme dos besos consecutivos que acepto sin rechistar.

He oído mi nombre en muchos idiomas, desde labios desconocidos que me tratan como si todas las noches cenara en sus casas. Tengo los bolsillos repletos de bolígrafos olvidados en mis manos derramadoras de tinta.

¡Cuánto he tardado en llegar a la habitación! Tuve que sortear periodistas armados con micros y tarjetas plastificadas, atrapado en un laberinto de preguntas que ya llevan la respuesta incorporada. Debo estar en la memoria electrónica de muchas cámaras, entre rostros desconocidos que me abrazaban como si fuésemos amigos.

Tenía ganas de llegar, de estar solo conmigo mismo, de digerir los acontecimientos de esta tarde. He hundido la cabeza hasta el fondo, bajo el chorro de agua fría del grifo, para despertarme de este giro de los acontecimientos que supura euforia y adrenalina.

Al secarme, por detrás de la toalla, ha aparecido un rostro en el espejo. He reconocido la cicatriz en el labio —de mis tiempos de ciclista de parvulario—, el lunar de la mejilla que se le antojó a mi madre, las arrugas profundas que adquirí al bajo precio de sonreír todos los días un poco y las bolsas en los ojos que el insomnio me deja lucir. Soy yo, —he concluido—, el mismo que cuando salí esta mañana hacia el pabellón.

Sólo me resulta extraño el roce de la cinta que tengo en el cuello y ese frío redondo de medalla sobre el pecho, justo a la altura del corazón. Su brillo aún no me ciega, pero confieso que me hierve en los dedos un cierto tacto de Midas cuando lo toco. Espero no volverme loco y que no me aplaste con su peso lo que me quede de vida.

Lascivia

De vez en cuando busco en otras partes del mundo personas para charlar. Me gusta saber de otros sitios, traspasar las barreras horarias e intentar ser capaz de mirar las cosas desde otros ojos.

Su nick decía Sandra, pero su nombre Daniela. En Argentina debía ser media tarde y quizá estuviese conectada. Al fin y al cabo, el invierno acorta los días del hemisferio por el que pasa.

Soy la persona más feliz del mundo cuando me dices hola porque, aunque sólo sea un segundo, has pensado en mí.

Eso decía su perfil, y el estado de su programa lo corroboraba con un escaipmí (skypeme).

Así que me atreví y con un clic de ratón se abrió la ventana intercontinental dispuesta a traspasar letras a golpe de teclas.

———Hola, ¿qué tal? ———le escribí, aunque ahorrando ortografía para los tiempos de escasez——— Un saludo desde España.

La respuesta se hizo esperar como siempre ocurre con los grandes asuntos, que precisan de víspera para darse la importancia necesaria. Veinte minutos después, el color naranja parpadeó para anunciar su respuesta:

quiro decirte no soy la mujer que tu busca para tus placer,asique mi respusta esa no

Así que perdí una amiga antes incluso de tenerla como tal. Me está bien empleado, por tonto. Y por tanto saludar y con tanta lascivia.

Indemne

Cuando salió del espejo, lo primero que escuchó fue un ruido de agua corriente que provenía del exterior. Después miró despacio la habitación, que se le aparecía desenfocada, como cuando se despierta de un sueño en mitad de la madrugada y la oscuridad tarda un poco en apartarse de los ojos.

Fue reconociendo los muebles, los colores, los aromas. Le agradó sentir el tacto frío del suelo despertando sus pies descalzos y agradeció el oscuro desconocimiento del paradero de sus zapatos.

Acto seguido, notó la tela del vestido rojo que la separaba de la desnudez. «Rojo», pensó, y no pudo detener un cierto sobresalto que cruzó la aureola de sus pechos al recordar lo sucedido en el otro lado.

Sacudió la cabeza como espantando los mosquitos del pasado y se reviso concienzudamente en busca de pétalos, naipes, rosas, sombreros, hongos, tazas de té, pelos de conejo o cualquier otro resto que delatara su aventura.

Se palpó la cara y los labios en busca de no sé qué señales de besos que recordaba haber sentido, se mesó los cabellos para enturbiar la sensación que tenía de que se habían zambullido en ellos otras manos. Alisó su vientre, repasó sus caderas, calmó sus senos. Y escuchó atentamente los latidos de su corazón, por si la llamaban con la voz de algún nombre extraño.

No encontró nada, ningún rastro peligroso, salvo esa mezcla de angustia y alivio que antecede a la duda. A la incertidumbre de no saber si las cosas extraordinarias que nos ocurren han sido reales o somos víctimas de un sueño. Pero todo parecía estar tal y como lo dejó. Sintió que era ella misma otra vez y que había conseguido salir indemne.

Pero no se puede, querida, no hay manera de salir ileso, porque nadie es inmune a la fantasía, porque nadie está a salvo de los sueños. Y aunque pudieras tapar tu parte para olvidarlo todo y sellar la puerta de la inquietud, cuando se te cierren los ojos, tu reflejo regresará ingrávido a la luz con la que brilló en este lado del espejo.

Yo no puedo salir intacto, necesito quedarme dentro. Aunque todas las noches espero que vengas a mi fiesta de no-cumpleaños.

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