He borrado las señales evidentes, los errores plasmados, la vida escrita a desconchones sobre la pared. Se han ido también las huellas de todos los roces, las marcas verticales del tránsito cotidiano, los agujeros equivocados que tapaban los cuadros.
He pintado de blanco el pasado, tapando con pintura todas las historias contenidas en el polvo, cambiando de tono la luz que entra por la ventana. He estirado los brazos hasta que no ha quedado nada por alcanzar, como un extraño sueño que sólo puede estar cumplido antes de empezarlo a soñar.
Y mientras lo hacía, me sentía muy feliz. Porque pintar es escribir sobre lo escrito, combinar el pasado manifiesto con un instante nuevecito, reluciente, preparado para ser estrenado en cualquier momento.
Atrancado siempre en el blanco digital, sin saber cómo empezar a emborronarlo con manchas negras tecleadas sin ritmo, he aprendido que también puedo devolver el color que mancillo para que el ciclo comience otra vez.
Tienen memoria la vida, el corazón y el papel. Todo les deja marca y por eso es imborrable lo que en ellos he escrito. Pero el yeso no, y yo ando pintando paredes blancas, llenando el suelo de estrellas enanas que llevan en sus entrañas un universo plano. Mañana, oliendo aún a tiempos venideros, volverá a ser el primer día que habite estas paredes blancas y deje en ellas otra primera huella de mi paso.
Ya he dejado preparado el futuro vestido de azúcar, de nata, de nieve, esperando desnudo a que yo lo convierta en presente. ¿Cómo resistirse a escribir el poema de una vida impaciente en este lienzo tan blanco e incierto del porvenir?