Me miran con los ojos abiertos, con sonrisas en la cara. Me saludan los desconocidos y me abordan con cualquier excusa para apretarme las manos con fruición o darme dos besos consecutivos que acepto sin rechistar.
He oído mi nombre en muchos idiomas, desde labios desconocidos que me tratan como si todas las noches cenara en sus casas. Tengo los bolsillos repletos de bolígrafos olvidados en mis manos derramadoras de tinta.
¡Cuánto he tardado en llegar a la habitación! Tuve que sortear periodistas armados con micros y tarjetas plastificadas, atrapado en un laberinto de preguntas que ya llevan la respuesta incorporada. Debo estar en la memoria electrónica de muchas cámaras, entre rostros desconocidos que me abrazaban como si fuésemos amigos.
Tenía ganas de llegar, de estar solo conmigo mismo, de digerir los acontecimientos de esta tarde. He hundido la cabeza hasta el fondo, bajo el chorro de agua fría del grifo, para despertarme de este giro de los acontecimientos que supura euforia y adrenalina.
Al secarme, por detrás de la toalla, ha aparecido un rostro en el espejo. He reconocido la cicatriz en el labio de mis tiempos de ciclista de parvulario, el lunar de la mejilla que se le antojó a mi madre, las arrugas profundas que adquirí al bajo precio de sonreír todos los días un poco y las bolsas en los ojos que el insomnio me deja lucir. Soy yo, he concluido, el mismo que cuando salí esta mañana hacia el pabellón.
Sólo me resulta extraño el roce de la cinta que tengo en el cuello y ese frío redondo de medalla sobre el pecho, justo a la altura del corazón. Su brillo aún no me ciega, pero confieso que me hierve en los dedos un cierto tacto de Midas cuando lo toco. Espero no volverme loco y que no me aplaste con su peso lo que me quede de vida.
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