Todo empezó una noche tranquila. Los búhos tenemos este don oscuro de la nocturnidad y posiblemente, también, el de la alevosía con el que afrontamos el transcurso impredecible de las cosas.
Yo estaba sereno, silencioso, con la cabeza en otra parte, en esa otra parte en donde siempre la escondo, cuando el espejo vino a mí con palabras escritas en su luna.
Mi corazón se miró en él y el torbellino del azar me abrió las bocas de los dedos de par en par, que aún deambulan, perdidas, en el laberinto de la memoria.
Yo sólo quería saber más de los encuentros extraordinarios, para invocar regresos y encontrar el camino por donde volver al principio antes de que llegara el fin. Pero sólo he aprendido de lo extraordinario de los encuentros y que cada final no es sino otro principio.
Soñaba con conocer mejor a los demás y resulta que no puedo ni reconocerme a mí mismo. Decidí empezar a no pasar inadvertido y, sin embargo, sólo consigo que los demás no pasen inadvertidos para mí.
Esta noche también está tranquila. Mi cabeza está llena de música, sigo esperando coincidencias y tú, seguramente, vuelves a estar dormida. Han pasado dos años como un soplo, como un suspiro, y todo parece igual.
Sin embargo, ya nada es lo mismo. De la duda de escribir como hablo he pasado a la certeza de hablar como escribo. Al principio, Instanteca era yo. Ahora yo, ya sólo sé ser Instanteca.
Empecé creyendo que era búho. Y la verdad es que nunca he dejado de ser princesa, porque cada noche quiero que vuelvas y me enseñes tu espejo.
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