Vivimos rodeados de despedidas. Despedidas simples, pequeñas, imper-ceptibles.
Decimos la última palabra sin darnos cuenta de que lo es, como un ejercicio cotidiano de indiferencia. Decimos la última palabra en cada encuentro fugaz, confundiéndola a veces con la primera, sin el más mínimo resquicio para la afectividad.
Decimos adiós sin saberlo. Vaciamos estantes y cajones llenos de recuerdos y los embolsamos en el olvido de la basura. Pintamos las paredes, removemos los muebles y nos deshacemos de aquellos enseres que una vez nos llegaron como tesoros.
Nos despedimos del pasado incómodo, alegando falta de espacio. De todo aquello que denuncia que ya no somos los mismos. De la ropa que ya no nos queda, de los mapas que anduvimos en vacaciones, de las entradas del concierto en donde nos vimos la primera vez…
Los demás se despiden también, dan pasos largos, se encuentran en los susurros y asoman el corazón un ratito, sin que se les note mucho. Entonces, no sé sin con un pellizco de tristeza o con un gramo de miedo, te entregan su herencia de papeles de colores para creer, de este modo, que no se rompen del todo los lazos con el ayer y que los dejan en buenas manos.
A pesar de la inercia de lo leve, del espejismo del propio yo y de la infidelidad de la memoria, la vida está llena de despedidas cobardes y tristes. Y de despedidas alegres, valientes e imposibles. De adioses consentidos y de separaciones inconscientes…
Cuando me sonreíste con otro «hasta luego» y me perdí entre los coches aparcados, supe que ya no me quedaban más gotas de suerte. Por eso me alegro tanto de aquel último esfuerzo que hice para verte.
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