Una colección de instantes

abril2024 (Página 3 de 3)

Lista de tareas pendientes

Tengo que colocar los ojos de tal modo que, aunque te mire, no pueda verte, como si fueses transparente. Apartarme también de los tuyos y hacerme sombra que se ignora a tu paso.

Necesito ensayar la voluntad necesaria para no tocarte. Para no querer aproximarme, para que no se aceleren mis manos y no quedarme gravitando en fase creciente, a un paso tuyo, como un satélite estúpido que te gira alrededor.

Tengo que controlar el motor que me arrancaste en el pecho, o bajar la revolución de sus latidos y dejarlo en un ralentí pasivo, indolente, automático, que no me deje estremecerme si es que pasas por mi lado.

Es imprescindible que, desde ahora, respire muy despacio, muchas menos de trece veces por minuto, para evitar que me inunde tu aroma, ese que me llega desde el ayer. Y también tengo que injertarme un filtro en la memoria para que deforme todo lo que me has hecho vivir y no pueda parecerme tan bonito.

Y pintar otra vez de gris las paredes de la vida. Volverme a sentir vacío y tener los labios secos. Desamarte sin motivo, destenerte sin ausencia, desenredarte del aire y desoír la voz interior que me dejaste grabada. Reír fuerte y con ganas para espantar la tristeza. E irme a la cama sin llevarte en la cabeza ni en la piel ni buscarte en un doblez de las sábanas.

Tanta tarea pendiente por ti es mucho esfuerzo. No es fácil, ya sabes. Desvivirse por vivir y esperar después que el tiempo eche una mano es una estrategia inacabable. Pero es que de alguna manera tendré que olvidarte y no se me ocurre cómo.

Y nada más…. Apenas nada más.

Ciencia púrpura

La ciencia lo explica todo. Desde la adquisición del lenguaje hasta la lenta destrucción de la identidad que nos regala el Alzheimer. La gravedad y el magnetismo, el paso de las estaciones y las fases de la luna. La percepción sentimental de la brisa, el frío sordo de los campos de nieve y las longitudes de onda de la música.

Explica la geometría púrpura de tu sexo, la arquitectura perfecta y púrpura de una noche de abril a la hora del deseo y el color púrpura de la lluvia.

Su bisturí disecciona la vida, la enfermedad y la muerte, con tanta parsimonia y exactitud que produce escalofríos. Nos ilustra sobre esquizofrenias, alucinaciones y visiones ascéticas. Y esclarece la composición neuroquímica que desencadena el amor y el deseo.

Soy consciente de que mi ejército de queratocitos, distribuidos por todo el cuerpo, aún aguarda expectante tus manos. Que hierven miles de terminaciones nerviosas aferentes como cuando, con un dedo, recorrías mi cuello hacia los labios.

Ya puedo notar que mis células de Merckel están echando humo por entre los microblastos y que el colágeno que aún me queda, un milímetro más abajo del paso de tus dedos por mi nuca, se estira hacia el rastro que me dejaste en los rizomas de Paccini.

Todos mis corpúsculos de Meissner se han erizado a la vez, orientándose hacia otra piel que cada vez deseo más cerca. El hipocampo me empuja a recordar que esas son tus feromonas y que están clasificadas en la cúspide del placer.

Por eso sonríe el hipotálamo cuando envía la orden precisa por la corriente sanguínea. Mi cuerpo entonces lucha entre relajación y forzamiento, entre sueño y memoria, entre misticismo y carnalidad. Las endorfinas fluyen en oleadas que derriban las murallas que levanta el inconsciente.

El cuerpo cavernoso se rellena, se hincha, se yergue. Mucosas y cavidades desencadenan un torrente a su paso indeciso. Creo escuchar medias palabras incoherentes cuando tu rostro roza el mío. Y mi caracol y mi tímpano vibran hasta el desequilibrio cuando el mismo espasmo que a ti te traspasaba, me atraviesa después todas las membranas en un suspiro.

La ciencia dice explicarlo todo. Todo sobre todo. Todo sobre el amor y sobre el deseo. Sin embargo, no consigo que me explique cual de ellas es la causa y cual el efecto.

Necesito que la ciencia me aclare por qué escribo a máquina en la electrónica de este papel las cosas que desearía grabar para siempre, y a mano, en la memoria infinita de tu piel.

Y que me revele la diferencia, si es que hay alguna al respecto, entre sufrir por quedarse e irse sufriendo, si yo nunca quise causarte ninguna tristeza. Sino verte riendo bajo la lluvia púrpura.

Despedidas

Las despedidas nunca vienen solas. Atrapado en este andén, cuando deja el reloj caer las primeras sombras y un vacío absorbente resalta en el eco de los pasos que se van, me encuentro de bruces con la soledad inexacta de la memoria.

Entonces opino sobre mí mismo y sobre los demás, mientras juego con el bamboleo de ese líquido espeso que inunda las despedidas y que las hace olear sin descanso sobre la incertidumbre de no saber quién acierta.

Opino que el ser humano vive deseando volar pero, en cuanto levanta los pies del suelo y sabe que tiene que aterrizar, guarda su último esfuerzo para cortarse las alas. Como si fuese terrible ser feliz un momento y no para siempre; cuando sabemos, con sólo mirar alrededor, que siempre es mucho tiempo.

Que perdemos la vida persiguiendo nieblas por si en ellas estuviera dibujado el mapa que nos saca de un laberinto, sin pararnos a pensar que el laberinto mismo también es vida, que está hecho de la misma materia confusa e inasible.

No consigo más claridad, porque el hueco que dejan las despedidas impide que pase la luz. Sólo se me ocurre terminar deseando mucha suerte a quienes pasaron por mi vida, a quienes están transcurriendo y a todos los que sucederán.

Y que alguna vez vuelvan, un día cualquiera, para contarme todo lo felices que fueron, especialmente, cuando dejaron de acordarse de mí. Porque así sabré que yo fallé, sí, pero también, que ellos acertaron.

Sin término medio

Hoy me he levantado gris, pero el cielo no. Se ha empeñado en contradecirme desde el primer paso con su azul limpio y tenso. La sombra traía el invierno y en el sol despuntaba el verano.

Una brisa soplaba paralela al norte, en tanto que yo me atravesaba en el sur. Pero unas risas de niño me han rescatado al enseñarme, en los puntos negros de una mariquita recién muerta, que no hay que correr tanto hacia la primavera.

El día empezó muy temprano y va a acabar muy tarde. No ha habido manera de templarlo y, del principio áspero, pasó sin tregua a la soledad, a la sordera. En el mediodía, otras manos me han traído vida de repuesto y me han dejado regusto a chocolate. Y después, el sol de la tarde ha roto el hielo sobre el mismo círculo que empezó a virar mi nave hacia la risa.

Estuve esperando nada y, sin embargo, no me afligió la espera que vino con otros labios. Luego, más espera, más espera y más espera que no pesaba como otras veces y que se convirtió en esperanza cuando me di cuenta de que, el ruido extraño que sonaba en el coche, quería decir que silbábamos.

Ahora, aquí, en donde se cruzan todas las señales, en donde el verde pasa a rojo y viceversa sin que parpadee el ámbar, todas las palabras que traían en el dorso mi nombre estaban escritas con buena letra.

Del gris al azul, del verano al invierno, de la soledad a la risa. Hoy ha sido un día sin término medio. Como la vida misma.

Y sin término medio he aprendido que, lo mejor de mí mismo, siempre me lo dan los demás.

Número quince

Con el móvil pegado a la oreja, a resguardo del frío que conquista la tarde cuando el sol huye acobardado, espero respuesta…

——Ya estoy en lo de la tinta, dime…

——Me hace falta el cartucho número quince de HP ——contesto mientras pienso «¡Qué suerte que estuvieras en la tienda! Así me ahorro un viaje»…

——¡Uf! A ver. Sí, aquí están… espera… diecisiete, cuarenta y dos, veintiuno, veintidós… no estos de aquí son cincuentas… Pues no… ¿Te compro mejor el diecisiete? Es «trú color»…

——¡No, no! Si el que busco es el quince, que tiene sólo negro.

——¿Prefieres el treinta y dos? También es de color.

——¡Nooo! Es que es para una impresora que sólo acepta el cartucho número quince.

——¡Ay, mira, no sé! ¡Pues el treinta! Ese sí está aquí. Además, durará más… digo yo…

——¡Déjalo! Déjalo y no me traigas ninguno, es igual.

——¡Bueno, bueno, no te cabrees conmigo! Encima que te hago el favor…

No pasaría esta escena, del anecdotario no escrito, ese que todos llevamos de cabeza, al pasadizo secreto de este laberinto, de no ser porque, después de sucedido, me ha recordado las muchas veces que nos empeñamos, hasta la angustia incluso, en darle a los demás exactamente lo que no necesitan.

Porque, seguramente, somos capaces de querer a quienes nos aprecian. Pero es bastante raro que acertemos cuando y, sobre todo, cómo. Por otro lado, ¿qué pedirle a los demás cuando ni siquiera nosotros sabemos lo que nos falta?

Es muy posible que, lo más sensato, sea darles, sencillamente, lo que tenemos, lo que sabemos dar. Y que ellos nos vayan orientando. Así podría ser todo mucho más simple, pero ¡qué frío es el orgullo y cómo quema el fracaso!

Para curiosos, y para amantes del melodrama, añadiré que, al final, hubo cartucho. Pero aún no he podido verle el número… Venía envuelto en un abrazo.

Todo excepto nada

Estuvo media mañana probando contraseñas, pero nada, ninguna funcionó. Probó todos los nombres y cargos conocidos, las claves de uso compartido, los códigos de rigor. E incluso se inventó palabras, tecleadas al azar sobre la cajita blanca rodeada de azul. A sus preguntas diversas con diversas palabras, en la respuesta, el ordenador utilizaba siempre la misma palabra: incorrecta.

Cuando llegué estaba al borde de la renuncia, con un pie ya en el autocastigo. Con mis manos limpias, me acerqué y pulsé la tecla intro. Y Windows emitió un ruidito y arrancó.

No quise mirar, hay momentos incómodos que requieren la ausencia de los testigos presenciales. Pero, mientras me marchaba, me dijo:

——Pero, entonces, ¿no había que poner nada?

——Lo habías probado todo ——le contesté——, excepto nada.

Porque no decir, ya es decir algo de uno mismo. Porque no responder, es una respuesta y su sombra. Y porque no preguntar, es afirmar que no queremos que cambien las cosas. ¿O tal vez sí? Y esto es una pregunta…

Porque quizá, entonces, pueda suceder la intimidad. Cuando no haya signos que encierren las preguntas y las respuestas sólo precisen, como contraseña, a alguien dispuesto a escuchar.

Carnaval

Hace algunos años, cuando por fin alcancé los dígitos precisos para esa misteriosa edad que describimos como uso de razón, me dí cuenta enseguida de que ya tenía un nombre puesto. No es que me gustara o no, que, total, en aquel tiempo, lo mismo me daba uno que otro, pero me representaba ante todos y, sin embargo, yo no lo pude elegir.

Fue pasando el tiempo y me acostumbré, lo fui llenando de gente conocida y acabó sirviéndome para predecir, según acentos, apócopes y diminutivos, desde qué parte de mi vida requerían mi presencia otros labios.

Muchas veces deseé cambiarlo y poder tener muchos, uno distinto para cada ocasión. Porque a veces me sentía Juan Ramón o Pablo o Rubén… y otras veces deseaba entender por el nombre a Arturo y a Merlín, ser un poco Robinsón entre los restos de mi naufragio o detener el tiempo llamándome Peter.

Desistí del asunto cuando empezaron a importarme otros nombres más que el mío, que casi se me olvidó a fuerza de tanto mentarme con un «yo» a secas frente al papel. Pero esos otros que llegaron, sin esfuerzo, con una naturalidad que aún ahora me asombra, encontraron el modo de cambiármelo sin que ni yo mismo me diera cuenta. Así que he sido tesoro, primor, cariño, nene, papi, tito y corazón. Y alguna vez, quizás, todos juntos.

Siempre fueron los demás quienes escogieron. Yo sólo recuerdo haberme nombrado instanteca cuando, hace ya mucho tiempo, entre él y yo sumábamos dos. Pero, después de un lento proceso de absorción, sólo me queda lucidez suficiente para saber que no es prudente elegir el propio nombre. Porque nosotros siempre nos inventamos mal y no nos vemos como somos.

Esta noche quisiera, ya ves que tontería, aunque sólo sea para esta noche y no sirva más que para asomarme al horizonte de otra latitud, que fueses tú quien me inventaras un nombre, como si esta noche no fuese el carnaval de los hombres, sino el de las palabras. Así nombrado, prometo meter ortografía, maquillarme las minúsculas y ajustarme bien al tipo.

Geometría de la proximidad

Orbitan los satélites alrededor de un planeta que gira sobre sí mismo y alrededor de otros. No pueden estarse quietos, porque la inmovilidad les haría caer irremisiblemente hasta romper su centro. Por eso juegan a mantenerse siempre a la misma distancia, repitiendo los ciclos consabidos, las fases de la luna y esta universal monotonía de lluvia sobre los cristales.

Pero la vida es más inquieta y aunque consiste en encontrar la distancia justa, no nos deja mantenerla. Deriva de continentes que, contenidos o exultantes, se desplazan unos sobre otros, como en un baile de primavera. Hay que alejarse de uno, mientras se gira, para irse acercando a otro que huye después de haberse acercado. Y aunque puedan cambiar de cintura las manos, no se detiene la música y seguimos bailando.

Las mujeres emiten suavemente las curvas y por eso se mueven en línea recta. Los hombres, en cambio, trazan en el aire una espiral confusa, llena de saltos hacia una mirada y de retrocesos ante la duda. Y nadie puede mantenerse nunca a la distancia exacta.

En esta geometría de la proximidad, vamos modificando figuras. De los dos centros de la elipse más cóncava, puede surgir un triángulo afilado o una hipérbole convexa que se da a la fuga. Y mucho más, y muchas más… Pero suele ocurrir que desde cualquiera, ya sea rectángulo, estrella o media luna, los vértices ignoren desde dentro la forma de lo que preguntan en esos ojos que, cuando nos miran, hacen desaparecer todo lo demás.

Podemos ser felices un instante. Pero ni siquiera eso evita que nos asusten las esquirlas que saltan de las figuras, que se rompen para luego volverse a recrear. Y aun sabiendo que acabaremos haciendo daño, nadie puede resistirse a dibujar. Nadie, nadie, porque quien no baila, está muerto.

Respuesta

Tiene la tristeza la poderosa costumbre de adelantarse al tiempo. Recorre atajos que conoce como nadie y se nos cuela por las rendijas de la coraza. Así dispuestos, nos embarga con anticipos de frontera, como límite que desdibuja el último paso y lo alarga para nosotros, como ausencia indigerible de lo que está por llegar.

Ataca violentamente la víspera y no deja disfrutar del rayo volviéndolo todo trueno, poniéndonos en lo peor. Debe ser que así, alargando la batalla interior, se diluyen los efectos de la derrota anunciada. Pero no nos deja claridad en la mirada mientras vivimos el momento.

En cambio, y jamás he podido entender la razón de este artificio, la felicidad se retrasa. Pasa sin pena ni gloria por el instante, no la reconocemos hasta que ya se ha ido y entonces se convierte en recuerdo de lo vivido, en paraíso perdido y en patria a la que es imposible volver.

Aunque tiene la ventaja de durar hasta el día después y permite disfrutar del río volviéndolo todo de agua, trayéndonos lo mejor de cada gota.

Nosotros, para evitar interferencias en el ánimo y no desvivir los instantes a destiempo, aun sabiendo que los diamantes tampoco son para siempre, deberíamos convenir públicamente, o en secreto, un armisticio: no dejarnos estar tristes hasta que no nos hayamos ido.

Preguntas

Después de tantas despedidas, después de la montaña rusa, después de agotado el sol. Después de este intercambio en zigzag de corazones y picas, después de tantos vaivenes, después de tantas idas y venidas, se desató el error. Debió ocurrir en un cambio de guardia, cuando el adolescente interior se sale de la garita a amasar el humo y a estirar los dedos sobre las teclas.

Entonces cometí un desliz imperdonable al preguntarle, con un humor absurdo al que ahora no le veo la gracia, si tenía previsto olvidarme.

——De momento, no ——contestó, y enseguida cambió de asunto.

Sobrevino de golpe el nudo, sonaron las alarmas de luz naranja y el reloj se interpuso para darme un respiro que no podía ocultar que encerraba una excusa imposible. ¡Qué puñetera manía suya la de la sinceridad! ¿Qué le hubiera costado mentirme?

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