Hoy me he levantado gris, pero el cielo no. Se ha empeñado en contradecirme desde el primer paso con su azul limpio y tenso. La sombra traía el invierno y en el sol despuntaba el verano.
Una brisa soplaba paralela al norte, en tanto que yo me atravesaba en el sur. Pero unas risas de niño me han rescatado al enseñarme, en los puntos negros de una mariquita recién muerta, que no hay que correr tanto hacia la primavera.
El día empezó muy temprano y va a acabar muy tarde. No ha habido manera de templarlo y, del principio áspero, pasó sin tregua a la soledad, a la sordera. En el mediodía, otras manos me han traído vida de repuesto y me han dejado regusto a chocolate. Y después, el sol de la tarde ha roto el hielo sobre el mismo círculo que empezó a virar mi nave hacia la risa.
Estuve esperando nada y, sin embargo, no me afligió la espera que vino con otros labios. Luego, más espera, más espera y más espera que no pesaba como otras veces y que se convirtió en esperanza cuando me di cuenta de que, el ruido extraño que sonaba en el coche, quería decir que silbábamos.
Ahora, aquí, en donde se cruzan todas las señales, en donde el verde pasa a rojo y viceversa sin que parpadee el ámbar, todas las palabras que traían en el dorso mi nombre estaban escritas con buena letra.
Del gris al azul, del verano al invierno, de la soledad a la risa. Hoy ha sido un día sin término medio. Como la vida misma.
Y sin término medio he aprendido que, lo mejor de mí mismo, siempre me lo dan los demás.
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