Estuvo media mañana probando contraseñas, pero nada, ninguna funcionó. Probó todos los nombres y cargos conocidos, las claves de uso compartido, los códigos de rigor. E incluso se inventó palabras, tecleadas al azar sobre la cajita blanca rodeada de azul. A sus preguntas diversas con diversas palabras, en la respuesta, el ordenador utilizaba siempre la misma palabra: incorrecta.
Cuando llegué estaba al borde de la renuncia, con un pie ya en el autocastigo. Con mis manos limpias, me acerqué y pulsé la tecla intro. Y Windows emitió un ruidito y arrancó.
No quise mirar, hay momentos incómodos que requieren la ausencia de los testigos presenciales. Pero, mientras me marchaba, me dijo:
—Pero, entonces, ¿no había que poner nada?
—Lo habías probado todo —le contesté—, excepto nada.
Porque no decir, ya es decir algo de uno mismo. Porque no responder, es una respuesta y su sombra. Y porque no preguntar, es afirmar que no queremos que cambien las cosas. ¿O tal vez sí? Y esto es una pregunta…
Porque quizá, entonces, pueda suceder la intimidad. Cuando no haya signos que encierren las preguntas y las respuestas sólo precisen, como contraseña, a alguien dispuesto a escuchar.