Te rodeo primero, acercándome cada vez más, en una trayectoria espiral que curva el tiempo desde el principio, eludiendo la distancia más corta, gravitando como una luna.
Recorren mis manos tu cintura componiendo una hélice abierta en la piel. Un trayecto que se cierra sobre tu pecho, en círculos abiertos cada vez más pequeños, buscando un centro al que caer.
Sigo enredando espirales en tus senos, caricias con un dedo, que pululan alrededor, en busca del vértice. Confluyendo al final con sus sentidos contrarios en el gesto húmedo de una lengua que talla arabescos en tu voz.
Amplío mi ascenso por el cuello, enroscándome en él hasta dibujar espirales en las mejillas. Mis dedos se ensortijan con tu pelo, se riza mi respiración entrecortada y gira la estancia en secreto cuando suceden tus labios sobre los míos, retorciendo el mundo en un beso.
Volutas de fuego me ofrecen tus ojos entornados y la caracola de tu voz me gime como un mar al recostarse en mi oído. Espirales mis manos en tus caderas, espirales tus caderas en mi vientre, espirales de seda elocuente que agitan deseo y arrastran delirio.
En el último instante, cuando todas las espirales alcanzan su punto definitivo y parece haberse tocado a borbotones el extremo de la existencia, las ondas continúan su marcha envolvente y son las palabras siguientes las que me mantienen enroscado en tu cuerpo.
Incluso luego, cuando tú ya no estés y ande yo sumergido en esta clase de suspiros que provienen de mirar aquella hélice fijamente y creer que aún sigue en movimiento, sé que tres espirales me quedarán latentes. La de tu perfume, la de tu ausencia y la de tu recuerdo.