La perrita se llamaba… Bueno, no me acuerdo. Es lo que tiene eso de que la televisión encendida haga de decorado, que el oído se habitúa al runrún de los anuncios y se nubla la memoria con los nombres ajenos.
El caso es que Lulú, convengamos en llamarla así, se portaba muy mal con sus dueños. Ladraba, mordía, arañaba las puertas… y había aprendido a abrir la nevera y a saquearla.
Ellos cuentan angustiados a la cámara todos sus problemas y su necesidad de hacer algo al respecto. La voz en off, imprescindible heredera del narrador de los cuentos de toda la vida, añade el dato escalofriante de que, Lulú, ya ha sido abandonada dos veces por dueños anteriores y que todo parece indicar que actúa así porque teme un nuevo abandono.
Y sin más introducción, lanza la pregunta que se me queda en los oídos clavada: «¿Le causará ese comportamiento descontrolado un nuevo abandono?».
No voy a hablar de perros, ni de hombres. Ni siquiera tengo pensado hablar de abandonos. Sólo pretendo dejar constancia de lo triste, de lo devastador que es el argumento que subyace en ese titular, cuidadosamente preparado para tocar la fibra sensible que hace que suba la audiencia.
Sería terrible, grotesco casi, que, aquello que hacemos para alejar las pesadillas, fuese, precisamente, lo que las alimenta. Que intentar evitar la soledad, la tristeza o la depresión, las atrajese con más fuerza.
Sería un verdadero horror que la llave que abre la puerta de todos los males fuese, precisamente, querer evitarlos. O que fuésemos motor y causa de nuestros sufrimientos.
Me quedé intrigado, deseando ver el desenlace de la historia, temiendo lo peor. Y tras el consabido y necesario paréntesis publicitario, unas cuantas indicaciones del instructor condujeron a un final sonriente y esperanzador, casi feliz.
Sí, es cierto. A veces generamos nuestras propias tinieblas. Pero la luz que crea las sombras, es también capaz de ahuyentarlas. Sería conveniente que alguien nos explicara cómo.