Después de tantas despedidas, después de la montaña rusa, después de agotado el sol. Después de este intercambio en zigzag de corazones y picas, después de tantos vaivenes, después de tantas idas y venidas, se desató el error. Debió ocurrir en un cambio de guardia, cuando el adolescente interior se sale de la garita a amasar el humo y a estirar los dedos sobre las teclas.
Entonces cometí un desliz imperdonable al preguntarle, con un humor absurdo al que ahora no le veo la gracia, si tenía previsto olvidarme.
—De momento, no —contestó, y enseguida cambió de asunto.
Sobrevino de golpe el nudo, sonaron las alarmas de luz naranja y el reloj se interpuso para darme un respiro que no podía ocultar que encerraba una excusa imposible. ¡Qué puñetera manía suya la de la sinceridad! ¿Qué le hubiera costado mentirme?
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