Su cuerpo era blanco, alargado, brillante. Se replegaba sobre sí mismo en un enrevesado ocho doble, como si no fuese más que un accesorio de la cabeza.
Los ojos, verticales y profundos, parecían no estar pendientes de nada, como mirando otros paisajes del pasado, huyendo del aburrimiento. Pero, parsimoniosamente, un suave giro de su cabeza los orientó hacia los míos y así estuvimos, durante un rato, fíjamente observándonos.
Con sutil ironía, un cartel muy bien diseñado alertaba con una cifra escandalosa de la peligosidad del animal encerrado. Debería haber, por dentro, digo yo, alguna señal viboruna que le advirtiese a aquel ejemplar albino del Gabón del riesgo que le entrañaba yo en tanto que hombre. Aunque, por grande que fuese el número que se hubiese escrito, habría sido muy pequeño.
El caso es que sólo un vidrio nos separaba y nos unía porque, sin él, jamás nos hubiésemos visto. Pero, con el cristal de por medio, tampoco nunca sabremos nada de fugaces encuentros, ni del riesgo de congeniar hasta herirse. Ni de la apariencia valerosa que siempre tiene la cobardía o del gesto cobarde con el que empieza el valor.
Muchas veces, me parece ver a alguien a través del cristal de estas letras. Y probablemente, alguien me vislumbre a mí también por entre los resquicios de la sintaxis interpuesta que nos une y nos separa.
Que nos une y nos separa, que eso ya lo averigüé. Lo encontré en noches vencidas al sueño y en sueños que, tras ganar el derecho a convertirse en realidad, se quedaron a merced del deseo de volver a aparecer como sueños.
Ahora, en este tramo de la vida, no sabría cómo responder a la inquietud que tengo de averiguar a quién protege de quién cada texto y por qué tantas precauciones. Aunque, realmente, quizás no importe demasiado si es que lo único que se pretende no es tocar, sino sólo mirar y seguir a salvo.
Hasta que no se escriben en la piel, las palabras no llegan más que a literatura. Por eso, no me toques más si ya no quieres. Pero mírame siempre.