Orbitan los satélites alrededor de un planeta que gira sobre sí mismo y alrededor de otros. No pueden estarse quietos, porque la inmovilidad les haría caer irremisiblemente hasta romper su centro. Por eso juegan a mantenerse siempre a la misma distancia, repitiendo los ciclos consabidos, las fases de la luna y esta universal monotonía de lluvia sobre los cristales.
Pero la vida es más inquieta y aunque consiste en encontrar la distancia justa, no nos deja mantenerla. Deriva de continentes que, contenidos o exultantes, se desplazan unos sobre otros, como en un baile de primavera. Hay que alejarse de uno, mientras se gira, para irse acercando a otro que huye después de haberse acercado. Y aunque puedan cambiar de cintura las manos, no se detiene la música y seguimos bailando.
Las mujeres emiten suavemente las curvas y por eso se mueven en línea recta. Los hombres, en cambio, trazan en el aire una espiral confusa, llena de saltos hacia una mirada y de retrocesos ante la duda. Y nadie puede mantenerse nunca a la distancia exacta.
En esta geometría de la proximidad, vamos modificando figuras. De los dos centros de la elipse más cóncava, puede surgir un triángulo afilado o una hipérbole convexa que se da a la fuga. Y mucho más, y muchas más… Pero suele ocurrir que desde cualquiera, ya sea rectángulo, estrella o media luna, los vértices ignoren desde dentro la forma de lo que preguntan en esos ojos que, cuando nos miran, hacen desaparecer todo lo demás.
Podemos ser felices un instante. Pero ni siquiera eso evita que nos asusten las esquirlas que saltan de las figuras, que se rompen para luego volverse a recrear. Y aun sabiendo que acabaremos haciendo daño, nadie puede resistirse a dibujar. Nadie, nadie, porque quien no baila, está muerto.