No puedo mantener los ojos abiertos. Escucho a lo lejos, muy bajito, la voz que se va vaciando de matices hasta que apenas parece un ruidito que se disuelve cuando empieza la realidad a ablandarse conmigo.

Noto el sudor que me navega la espalda, que me empapa las sábanas y se me queda en la frente, como pensativo, decidiendo si quedarse o seguir en el descenso y hacerse notar cuando bordea con gotas los párpados.

Todo sucede a cámara lenta. La luz de la mesilla titubea un instante antes de apagarse, como si no estuviera segura de que es el momento de desaparecer del todo. El clic que la asusta suena en mis dedos mucho antes de que se extinga del todo la claridad.

Abro los ojos un momento, como si una última voluntad me empujara a estar despierto. Pero esta noche, la fiebre propia no contiene la sustancia del miedo. Y aunque todo está apagado y sólo queda la nana del reloj que marca una hora impropia de sonámbulos, siento como la estancia comienza a girar una espiral sobre mí mismo.

Todo mi cuerpo sonríe y se abandona a la placidez infinita de saber que, por fin, estas a punto de llegar. Porque siempre tienes la dichosa costumbre de venir, precisamente, cuando yo estoy a punto de irme.

No sabes, o quizás si, y por eso te cuesta tanto, con cuantas ganas esperaba este regreso. Perdona si no me quedo, pero es que ya no puedo mantener los ojos abiertos.

Cuida de mí dormido. Te prometo que yo cuidaré de ti, siempre, despierto.