Las curvas los tienen, entre cabriola y cabriola por el aire. Allí donde, no es sencillo explicar por qué, lo cóncavo trasmuta a convexo o al revés, surge un punto plácido en el que nace el desequilibrio inherente al cambio.
Como ocurre en ese lugar en el que la piel se deshace suavemente cuando, entre cintura y cadera, pasa la mano por la frontera que une y separa el aprecio del deseo, la admiración de la lujuria y el tacto inocuo del desenfreno.
Puntos de inflexión que a todos nos han sucedido. Y nos ocurren sucesivamente, sea cual sea la trayectoria, cambiando la convexidad de nuestra propia historia y la de los demás cercanos.
No hay reglas definidas sobre qué puede ser lo que cataliza. Tal vez un hombre o una mujer, unas manos o una boca, un traspiés o un frenazo, un sesudo profesional de la psiquiatría, un poema o un inacabable golpe de tos, que te alerta sobre los peligros del tabaco y que se añade al valor tan alto que te sale de colesterol.
Sin embargo, lo más frecuente —no me gusta la palabra normal—, es que pase a todos desapercibido, especialmente a uno mismo, hasta que sus efectos ya son difíciles de ocultar en ninguna parte.
Entre los vaivenes que van del amor al desamor el odio es otra cosa, en el pasito pequeño que desanuda el aprecio hasta llegar a desprecio y viceversa, en todas las comisuras de todos los labios de fresa llegados o por venir, hay, escondidos y desatados, muchos puntos de inflexión.
Pero el último que recuerdo, el que me tiene a un tris de cambiarme y hacer de mí un ser humano, si no nuevo, por lo menos, al que todo el mundo parece mirar de forma distinta, ni lo esperaba ni ha partido de mí, sino de las manos de una dietista.
Y aunque —¡qué decir mirándose al espejo!— me la cabe la ropa mejor y tengo menos barriga, hay ratos y días en los que pienso que —nótese la amarga y doble intención— en este punto de inflexión estoy perdiendo los mejores kilos de mi vida.